La defensa putativa
Recuerdo todavía la primera vez que oí hablar de la legítima defensa putativa. Quien lo hizo fue un joven y barbudo profesor de derecho penal y el foro en el que platicó era la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona. Corría la década de 1970 y yo era uno más de aquellos inexpertos universitarios que pensaban ingenuamente que con una toga y mucha ilusión podríamos cambiar el mundo.
Fue entonces cuando aquel docente nos soltó, de improvisto y con un punto de complicidad irónica en la mirada, el título de lo que iba a versar aquel día su clase. La legítima defensa putativa, dijo. Nosotros, todavía muy mal desasnados, nos reímos con displicencia porque, obviamente, la proposición nos sonó a algo que no era. No se alarmen, objetó el profesor. No es lo que parece. Se trata simplemente de la conducta que realiza quien, sintiéndose erróneamente agredido, actúa como si el ataque fuera de verdad.
El jurado popular resolverá el 'caso Tous' de manera impecable
Acto seguido nos puso un ejemplo y lo entendimos fácilmente. Disparamos a un ladrón que nos apunta con una pistola y, como se trata de su vida o de la nuestra, le matamos. El Código Penal ha previsto qué respuesta hay que dar ante este tipo de actuación y lo hace sabiendo que las leyes se han pensado para la gente corriente y no para los héroes de ficción. Por tanto, la norma penal justificará nuestro acto y lo dejará sin sanción.
Pero, ¿qué ocurre si después sabemos (siempre debe ser después) que aquella pistola era de juguete? Si es así resulta evidente que nuestra vida no corría ningún peligro y el disparo que abatió al ladrón resultaba innecesario porque no había nada de lo que defendernos. O al menos no lo había en el sentido de la imprescindible proporcionalidad que debe existir entre el ataque recibido y el medio empleado para la defensa. Pues bien, concluía el enseñante, esto es la legítima defensa putativa. Es legítima, es defensa, es errónea pero es también impune.
Luego, una vez trillada la cuestión jurídica, el esforzado profesor nos recordó aquello de que San José como padre putativo de Jesús ejercía de padre sin serlo. Y nos contó también que lo de Pepe -como acrónimo de padre putativo- era lo que explicaría, según él, que a los Josés se les llamase Pepe. La anécdota nos sirvió (al menos a mí) para que ya nunca olvidase qué significaba eso de la conducta putativa.
Hoy el tema está en el candelero debido al llamado caso Tous. Obviamente no pretendo, ni mucho menos, hablar de este caso. El asunto lo llevan excelentes profesionales y me libraré muy mucho de inmiscuirme en aquello que no conozco. Pero sí que debo admitir que me llamó la atención el debate que se ha generado y esto inspiró la redacción de estas reflexiones. En primer lugar, porque recordé a mi olvidado profesor de penal de aquellos remotos años. Y en segundo lugar, porque nunca pudimos imaginar entonces que este debate, de tanto calado jurídico, lo iba a resolver un día un jurado popular.
Y me van a permitir que les diga que un servidor, que desde siempre ha sido projuradista, está convencido que lo que a la postre decida el jurado, seguro que estará bien decidido. Y será así porque, aun siendo cierto que muchos colegas de profesión puede que hayan olvidado lo que era eso tan malsonante de la defensa putativa, los nueve ciudadanos que conforman el tribunal, al deliberar sobre hechos y no sobre derecho, lo resolverán, sin duda, de manera impecable. Tan solo les hará falta un poco de sentido común. Y de eso la gente va absolutamente sobrada. Apasionante.
Carles Monguilod Agustí es abogado penalista
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