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Columna
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Cada calle es un mundo

El primer ministro de un Gobierno nacional europeo resulta a veces en la práctica, como hemos visto en esta crisis, un concejal de distrito, sin que por ahora un verdadero presidente europeo, por otra parte inexistente, llegue a tener al menos la eficacia de un alcalde con todas sus atribuciones. Es inevitable, pues, tener la impresión de que uno se juega mucho más al elegir primer mandatario de su ciudad que del Gobierno de su país. Y es que, curiosamente, el Gobierno global ha puesto en evidencia por contraste, además de los efectos de las malas amistades, la importancia de lo inmediato. Este nuevo localismo, lejos de resultar contradictorio con el mundo global es precisamente consecuencia de la globalización. Pero aunque el cosmopolitismo de Madrid sea perfectamente compatible con una política de zaguanes en la que el gran centro comercial no impide tener en cuenta a la pequeña tienda de ultramarinos, ni el viejo bar de la esquina merece menos atención que los lujosos bares de copas de las arterias principales, la política local megalómana se olvida a veces de entrar en las cocinas donde hierven nuestros pucheros. Madrid no empieza en el suntuoso palacio de Cibeles, si acaso acaba justo ahí.

La política megalómana se olvida a veces de entrar en las cocinas donde hierven nuestros pucheros

Mientras tanto, nuestro alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, al que se le pueden hacer muchos reproches pero no el de la pereza, ha proyectado demasiado su mirada sobre el Madrid general, sobre el Madrid capitalino que discurre por sus urbes más grandiosas y a la vera de su río pretencioso, relegando más al Madrid por el que no pasan supuestamente unos Juegos Olímpicos, tan deseados sin duda. La ciudad global le ha importado más que la ciudad íntima o la ciudad particular. Y quizá eso obedezca al hecho de que si bien no carece de vocación política le falta vocación de alcalde.

Lo cierto es que no se ha hecho un esfuerzo de más localismo que al fin dé como resultado una tarea de conjunto; quizá porque semejante planteamiento no haya acabado de atraer al jefe de nuestro Consistorio. Reorganizó el Ayuntamiento, tan distinto a un Gobierno, como un Gobierno, con sus ministerios y todo (no otra cosa son las áreas) y la Corporación como un Parlamento. Parece que haya querido ensayar otra misión en su espera municipal de más altos destinos. Ahora promete reformar el organigrama -reordenar distritos y áreas de gobierno- pero no cambiar su concepto, su mirada sobre todos los Madrid que incluye Madrid, la ciudad diversa. Y para profundizar en la democracia más cercana y por ahora más salvable hay que tocar Ayuntamiento.

La izquierda toda pide un Ayuntamiento en cada barrio, de modo que el Ayuntamiento de Madrid se convierta en el Ayuntamiento de sus Ayuntamientos. No se toca Ayuntamiento si no es calle por calle, plaza por plaza. Lo cual quiere decir que un alcalde es ante todo el gobernador de una calle; de calle por calle, primero, de barrio por barrio, después. Por eso, que el candidato socialista a la alcaldía, Jaime Lissavetzky, se proponga en su campaña como gobernador de nuestra calle me parece una buena síntesis de programa. Es, en efecto, el mensaje más local, más doméstico, nada difícil de entender si se aprecia su sentido metafórico. No se trata de otra cosa que de ganar esa proximidad que al Ayuntamiento de una ciudad de las dimensiones de la nuestra resulta tan costosa desde Cibeles y que es esencia de la vida democrática de un municipio; se trata de eso y de ganar en la atención a la particularidad de los barrios y de las calles de la periferia y del centro: cada calle es un mundo. Esta descentralización municipal, debidamente coordinada, es más urgente que otras de carácter autonómico y espero que, bien llevada a cabo, se obtenga de ella mejores resultados que el logrado en las autonomías.

Con estas y otras opiniones no creo poder ayudar, Dios me libre, no lo pretendería en ningún caso, a los que todavía no saben si irán a votar o no tienen claro a quién elegir, al parecer mucha gente y gente bien informada por lo que he leído en estas misma páginas. Tampoco, por supuesto, tratar de romper a los tibios la emoción que debe dar mantener hasta el último minuto la incertidumbre. Tan hermosa como es la duda, debe suponer un gran placer despertar el domingo 22 y decidir si votar o no y a quién o mantenerse en la duda hasta las próximas convocatorias. La verdad es que el temor real a lo que se nos puede venir encima, o pensar que la extrema derecha madrileña ya no es la nostálgica de Blas Piñar, sino otra, más moderna y sin decir su nombre, puede suponer un sufrimiento innecesario para los espíritus delicados. Y además no sé si el intento de fortalecer una democracia, que hay que reconocer vieja y maltratada, merece esos sufrimientos.

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