Mil están de más
Los inauguran incesantes pero son escasos los que tienen continuidad real. Se van diseminando por la geografía del Estado y con frecuencia son redundantes. Parecen el vestigio de otros tiempos en que sobraban las ganas y el dinero y a menudo los llaman museos -aunque casi ninguno tiene colección-. Son nuestros insólitos y numerosísimos centros de arte contemporáneo que desde los ochenta y coincidiendo, por una parte, con la revisión de la institución museo que esa década puso sobre el tapete -el museo es el lugar donde se transforma la percepción de las obras- y, por la otra, con la necesidad del país de modernizarse, han ido invadiendo ciudades, pueblos y valles -literalmente hablando-. Cada rincón de nuestra geografía aspira a tener ese pedacito de modernidad al cual quizás no vayan tantos visitantes después de la apertura. Da lo mismo: en una sociedad virtual lo importante es tener una página web en la red -supongo-.
Así que van proliferando estos centros vacíos o, peor aún, olvidados al rato de la apertura, ruinas modernas que hablan de cierta aspiración a lo contemporáneo en un país con un pasado de exclusiones, desde la Ilustración a los grandes acontecimientos artísticos del siglo XX. Un país que ha sido "posmoderno" -perdón por este concepto tan denostado- sin haber sido moderno. Es posible que la necesidad de ser modernos fuera legítima, casi seguro lo era, pero, como a veces ocurre, se ha ido convirtiendo en una disfuncionalidad que lleva a paradojas tan graves como gastar el presupuesto para un centro de arte contemporáneo en una ciudad donde el "museo provincial" de toda la vida, con una colección digna, y a veces estupenda, se ha visto relegado por las modas, los acontecimientos, las autoridades, el destino -qué sé yo-. Un caso extremo, afortunadamente subsanado, fueron las pésimas condiciones en las cuales se mostró durante años la colección del arte del XIX del Museo del Prado en el Casón, mientras se inauguraban algunos de los más emblemáticos museos de arte contemporáneo -aún recuerdo las pelotitas de polvo incluso en los dibujos preparatorios de El Guernica, literal también-.
Ese juego duchampiano -lo digo por el depósito de polvo- era un vaticinio tímido de lo que iba a pasar. Todo debe ser Duchamp: eso es lo que piden los públicos -o eso piden los públicos porque eso se ha decidido darles-. Mi pregunta es, por tanto, básica, y me apasiona, pues todas las respuestas que se me ocurren me parecen igual de locas. ¿Por qué se ha puesto tan de moda el arte contemporáneo? A lo mejor porque es barato también como diseño arquitectónico, en casi ninguno de los mencionados centros se puede mostrar una obra con exigencias de conservación, lo que quiere decir que dentro de treinta años si tienen colección deberán trasladarla porque sus obras serán "clásicos", como ha pasado con Warhol. Además, con el arte actual es más fácil dar el pego en una sociedad a la deriva y de consumo como ésta: si se abre un espacio Chardin -por cierto, no me canso de verle en el Prado- habrá que tener algo, incluso un modesto Chardin, pero en el saco abierto del "centro de arte" da igual tener colección que no, programa que no, público que no.
Pienso en Foucault y se me viene a la memoria su reflexión sobre Las mil y una noches, cómo en ese relato sin fin, en esas mil y una noches, hay una redundancia: la que cuenta el relato mismo del libro. "Se podría decir que hay una noche de más y que mil habrían bastado". En el caso de nuestros centros de arte ocurre justo lo contrario: mil -o casi- están de más.
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