Mi reino por un contrato
Hace 20 años, aprendí a desconfiar de las encuestas. Pepe Visuña, entonces director de Radio 3, me guió por las páginas del más reciente Estudio General de Medios, señalando incongruencias y falsedades obvias. Ojos como platos, decidí que el temido EGM era una fantasía consensuada, un espejismo al que unos paganos rendían pleitesía.
Desde entonces, me tomo esas encuestas cum grano salis. También se me disparan las alarmas cuando aparecen sondeos que complacen mis sospechas, mis intuiciones, mis prejuicios. Un sitio de Internet llamado ReverbNation consulta a 2.000 artistas independientes: con la que cae, ¿estarían dispuestos a fichar por una multinacional?
Sabemos que, desde finales del siglo pasado, las grandes disqueras sufren el vilipendio universal: que son incapaces de atender las exigencias del consumidor, que desperdician sus recursos en lujos, que desprecian la música, que hacen acrobacias con su contabilidad, que exigen una tajada brutal de los ingresos extradiscográficos.
En contra de la mitología, los directos de muchos artistas solo les generan pérdidas
Con todo, un 75% de los encuestados por ReverbNation dijo que sí. Aceptarían la mordida de las majors, se plegarían a manipulaciones del proceso creativo, firmarían un contrato tan leonino como cualquier hipoteca bancaria. En el otro platillo, simplemente brillaba una incierta promesa de llegar a la Primera División.
Mejor no hacerse ilusiones. Un disquero español usaba una comparación perversa: "Tienes más posibilidades con la ruleta rusa. Solo un 10-15% de los discos que editamos logra beneficios". Una risita: "Eso no te garantiza que se prolongue el contrato. Si son artistas difíciles de trato o que vienen del equipo anterior, también reciben la patada".
Según ReverbNation, hubo diferencias en el grado de aquiescencia. Solo un 63% de los practicantes del rock alternativo se prestarían al hipotético pacto faustiano, tan contrario a la ética indie (¿no murió Kurt Cobain por el pecado de pactar con Geffen Records?). Más prácticos, un 81% de los artistas del hip-hop saltarían a la piscina de los tiburones. Tiene su lógica: los raperos estadounidenses carecen de hipocresía respecto al éxito y sus frutos, no disfrutan de un gran circuito para actuar, pelean por los sponsors y sueñan líneas de productos con su nombre. Deben entrar en un mecanismo mediático que requiere grandes inversiones. Sus grabaciones son más caras y sus carreras menos longevas.
Entiendo los motivos. El artista novel del tiempo presente se enfrenta a la incertidumbre del cambio de modelo de negocio, pero, de forma inmediata, a una insoportable carga de trabajo. Necesita ocuparse del registro, difusión y ¿venta? de sus canciones. Las tareas se acumulan: gestionar su presencia en las diferentes redes sociales, fabricar y vender su merchandising, buscar los ansiados conciertos y, en algún momento, ensayar y componer. En contra de lo que se cuenta, los directos de artistas desconocidos generan pérdidas. Solo los grupos con una sólida caja de resistencia y una voluntad acerada superan ese calvario e intentan acceder al siguiente escalón.
Queremos creer que todo se simplifica cuando nos cobijamos bajo las alas de una disquera potente. Cierto, aunque aquí también entramos en el territorio del pensamiento mágico: estamos hechizados por demasiadas ficciones -entrevistas deshuesadas, novelas baratas, películas con moraleja, biografías tramposas- donde el salto del local de ensayo al gran escenario es un vertiginoso flash forward sin huecos para detallar renuncios, humillaciones, chanchullos.
De todos modos, también urge relativizar la supuesta omnipotencia de las multis. Algunas hoy son la sombra de lo que fueron. Despidieron a los empleados más astutos, se han quedado con plantillas esqueléticas, parecen funcionar en piloto automático. Una vez más, resuena la advertencia de Los Cardíacos: "Las discográficas no dan la felicidad". Pero, respondo, saben de placebos.
Babelia
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