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Columna
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Parábola del desconsuelo

Jordi Gracia

Quizá menos que los oscuros cristales de las gafas, lo que da la personalidad secreta de Ernesto Sabato (nacido en Buenos Aires en 1911 y fallecido el pasado sábado a los 99 años, en Santos Lugares, Argentina) estuvo en sus raras fugas sarcásticas: de muy mayor ya, ponderó más de una vez el incremento del humor y de la risa a medida que se acercaba la muerte. Le encaja ese sarcasmo amargo mucho mejor que ninguna otra metáfora lúgubre.

Pero quizá esconde todavía alguna verdad más: sus tres grandes novelas, El túnel, Sobre héroes y tumbas y en particular la formidable Abaddon, el exterminador, contienen esa dilatada mueca amarga de quien ya no espera nada porque la literatura ha revelado su impotencia última para comprender. El ansia de explicar la brutalidad y el sadismo, la fantasía insoportablemente cruel y el lado oscuro del placer y la sexualidad fueron ámbitos de su exploración literaria, precisamente para que la literatura las conjurase. Y no lo hizo: la literatura funcionó como una potente máquina higiénica y paliativa, pero sólo transitoria: "Mi inconsciencia se fue limpiando con las ficciones" para restituir el equilibrio, como pensaba que le sucedió a Antonin Artaud. Sin la escritura hubiese enloquecido, explicó más de una vez, y por eso creyó en el surrealismo en su juventud como auténtico terrorismo necesario antes de cualquier reconstrucción humana, y por eso entendió la novela de algunos grandes maestros como un apasionado combate contra las neurosis destructivas.

Incluso les recomendó probarla, como hizo con Cioran: "Su dolor metafísico se habría aliviado si hubiese podido escribir ficciones". Era imposible pedirle al fascinado lector de Dostoievski que además leyese a Borges como un revolucionario precoz y no como un mero estilista, que es casi donde lo dejó en un libro plagado de apuntes vigentes, como es El escritor y sus fantasmas. Nada tiene de casual tampoco que los primeros libros de Sabato, aparte de El túnel, discurriesen por la observación filosófica, el aforismo seco, la nota de diario y la nota estrangulada de dolor, como en Uno y el universo, en Hombres y engranajes o en Heterodoxia (incluidas las notas para poner los pelos de punta sobre la mujer y su inferioridad esencial).

Desertó de la literatura mientras escribía todavía literatura, despidiéndose en el Abaddon y desdoblándose como personaje y autor con su propio nombre. La esperanza explícita en el "sentido trascendente" y la "desesperada búsqueda de la verdad" (frustrada) lo condujeron al fatalismo irracionalista de lo esotérico y lo sobrenatural, como ha analizado recientemente Pablo Sánchez en su ensayo sobre Sabato, El método y la sospecha. Y de ahí a dejar de escribir, apenas quedaba ya nada: del desconsuelo de la racionalidad ilustrada al consuelo expectante de la divinidad. Y pese a eso en un libro ya epigonal, como Antes del fin, supimos algunas de las razones secretas de su tormento: el pánico fundado al padre, la combustión incendiaria de su imaginación, la necesidad íntima de pacificar el tráfico interior de fantasmas y demonios.

Hasta los treinta años había luchado con la tentación de explicar racionalmente el mundo y sus "repugnantes relatividades"; desde entonces trató de conjurar lo irracional a través de la novela; tras esa precaria conquista insuficiente, prefirió el pensamiento mágico como curación metafísica y religiosa. Pero él no se quedó ciego y luchó por la justicia de tejas abajo al asumir entre 1983-1984 el compromiso histórico y político de encabezar el informe sobre la dictadura argentina Nunca más (el mismo año que obtiene el Premio Cervantes). Y ahí sí está el origen de todo, aunque parezca el final: en la hegemonía del dolor y lo inhumano, y ahí está también la razón de una militancia comunista atípica en su juventud, pero tan lúcida y conmovida como para saber en 1947 que las cartas desde la cárcel de Antonio Gramsci retrataban a "uno de los más puros héroes civiles" de Italia. Y ya no dejó de soñar con héroes que apagasen el infierno.

Jordi Gracia (Barcelona, 1965) ha publicado recientemente, junto con Domingo Ródenas, Historia de la literatura española 7. Derrota y restitución de la modernidad. 1939-2010 (Crítica. Barcelona, 2011 XVI + 1.184 páginas. 39,50 euros), perteneciente a la Historia de la literatura española dirigida por José-Carlos Mainer.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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