Los árabes ya lo habían enterrado
Al inmolarse a lo bonzo, sin causar el menor daño a terceros, el tunecino Mohamed Buazizi dio el pasado diciembre un puntillazo mortal en la conciencia popular árabe a Bin Laden, Al Qaeda y sus terroristas suicidas. La chispa de Buazizi prendió de inmediato en la acción valiente y pacífica en las calles de Túnez, El Cairo, Bengasi, Saná, Daraa y otras ciudades de cientos de miles de árabes que no tardaron en derrocar a los dictadores Ben Ali y Mubarak y en poner en serios aprietos a Gadafi y Asad. Los ciudadanos agrupados en masas combatientes triunfaban allí donde la brutalidad de Al Qaeda no había conseguido nada.
Bin Laden ha muerto como un fracasado. Su yihad terrorista no logró derrocar ni uno solo de los regímenes árabes que denunciaba como despóticos e infieles, ni tan siquiera el del faraón Mubarak tan detestado por el egipcio Al Zawahiri, el número dos de esta red de redes y presunto sucesor de Bin Laden. De hecho, fue patético, toda una confesión de impotencia y derrota, el silencio de Al Qaeda durante el combate de los egipcios de la plaza de Tahrir. Tampoco consiguió esta yihad recuperar una sola pulgada de los territorios árabes y musulmanes ocupados por tropas israelíes u occidentales. En cuanto a sus ideas milenaristas de un califato islámico, se habían convertido en excéntricas en un mundo árabe que ocupaba calles y plazas para pedir libertad y dignidad, para reclamar democracias.
Ya antes de ser abatido ayer por comandos norteamericanos, Bin Laden había perdido la batalla de los corazones y las mentes árabes, los de su propia gente, la que hablaba su propia lengua, aquella en que está escrito El Corán. En algún momento, tras el 11-S y al comienzo de las invasiones de Afganistán e Irak, el saudí, cierto es, había sido popular entre algunos sectores desesperados del mundo árabe; aún rechazando sus métodos bestiales, había quien les encontraba alguna justificación. Era una especie de vengador de tanta tiranía y corrupción en la umma, de tanta desvergüenza occidental en la zona. Pero esos sentimientos se habían ido desvaneciendo.
Y es que, entre el 11-S y ayer, han pasado muchas cosas. El propio fracaso de Al Qaeda en la consecución de sus objetivos; la sustitución de un Bush belicista y fundamentalista por un presidente norteamericano de piel oscura y orígenes familiares musulmanes que, en su histórico discurso de El Cairo y ayer mismo, no ha dejado de subrayar que no tiene nada contra el islam, y, aún más importante, los cambios demográficos, tecnologicos e intelectuales en el norte de África y Oriente Próximo.
La emergencia de juventudes urbanas conectadas con el mundo vía Internet y la televisión por satélite y dispuestas a luchar pacíficamente por la democracia, ha ido convirtiendo a Al Qaeda en un elemento marginal en el mundo árabe. Nótese que, de estar aún enraizada en algún lado, lo está en Afganistán y Pakistán -países musulmanes pero no árabes- y en regiones periféricas del mundo árabe como Yemen y el Sahel.
Así que a Bin Laden lo mataron armas norteamericanas, pero su gente ya lo había enterrado antes.
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