Oficio de esperar
Media docena de príncipes herederos sin duda reflexionaron ayer, bajo la imponente arquitectura gótica medieval de la abadía de Westminster que vio la coronación de Guillermo el Conquistador, sobre la monarquía, su futuro y su oficio en este revolucionado siglo XXI, mientras asistían a la boda de Guillermo de Gales con Kate Middleton. Allí se congregaron Felipe, príncipe de Asturias; el heredero de Holanda; Felipe de Bélgica, Victoria de Suecia. Junto a ellos, representantes de las petrocracias del golfo Pérsico sacudidas por la revolución árabe. Si, como escribe José Manuel Caballero Bonald, "somos el tiempo que nos queda", estos príncipes tienen como razón de existir esperar al hecho biológico de la muerte de sus progenitores.
La tensión entre la magia de la monarquía o hacerla más próxima al pueblo es un acertijo imposible
Uno de ellos, el príncipe Carlos, lleva esperando más de 59 años a la sombra de la popular Isabel II, que pronto alcanzará la longevidad en el trono de la reina Victoria. Este oficio de esperar requiere auténticos equilibristas. Deben permanecer en la sombra pero activos, y no pueden demostrar si tienen lo que es necesario para reinar hasta que llegue su hora, nunca antes: para entonces pueden estar pasados de vueltas. Véase el ejemplo del príncipe de Gales, 62 años. Un personaje complejo, emocionalmente disminuido por su infancia, un internado tipo presidio en Escocia, y la consecuente difícil relación con sus padres, junto a un catastrófico primer matrimonio en el que le fue ofrecida la virginidad de una joven sin pasado. No es extraño que hablara con las plantas. Su mayordomo le presiona la pasta de dientes. Ha pasado por todo: la agricultura macrobiótica, la acuarela; defensor de la arquitectura clásica, ha batallado con los arquitectos contemporáneos. En una entrevista reciente con la revista Vanity Fair afirmó lo siguiente: "Estoy absolutamente decidido a ser el defensor de la naturaleza. Esto es lo que me va a preocupar el resto de mi vida".
Los príncipes tienen que enlazar con la popularidad, si es el caso, de su predecesor, y con las nuevas generaciones, aún más difícil. Cuando la continuidad histórica es menor, como en España, es aún más complicado. Tampoco va a ser sencillo en Reino Unido, donde Isabel II, titular del Rolls Royce de las monarquías, es, además, defensora de la fe, como jefa de la Iglesia anglicana, y cabeza de la Commonwealth. ¿Carlos III o su hijo Guillermo V? ¿Y en qué orden? Además, la monarquía tiene que legitimarse a diario con su conducta, casi sometida a un principio de sufragio republicano; constantemente escrutada, deglutida por las televisiones, triturada a diario por la máquina de picar carne, en expresión de Manuel Vicent, del actual sistema informativo del espectáculo y el entretenimiento.
Sobre la alta nave de la abadía sobrevolaba el recuerdo de lady Diana -la princesa del pueblo, como la bautizó Tony Blair, quien sorprendentemente fue tachado de la lista de invitados-, de cuya boda con el príncipe Carlos se cumplían 30 años. Precisamente Blair, que en los días siguientes a la muerte de la princesa hizo el boca a boca a la monarquía, zarandeada por la inepta reacción ante el clamor popular demostrada por Isabel II en el peor patinazo de su reinado.
Pero han pasado ya tres décadas, la firma Windsor se ha recuperado; el apoyo a la monarquía se mantiene estable en un 75%, con un 20% a favor de una república. La cuestión de la forma de Gobierno se discute en Reino Unido con gran naturalidad. The Guardian ha deseado a los contrayentes que su largo y feliz matrimonio sea el último de la monarquía, y The Economist estima que debe ser jubilada. Pero una mayoría confía en que este enlace abra la ventana al aire renovado en una casa real en la que huele a cerrado, conectando a la institución con la realidad de un país encogido, golpeado por la crisis económica, muy mestizo, y ya sin papel mundial alguno.
Los masivos recortes de gasto público emprendidos por la coalición conservadora liberal amenazan el Estado de bienestar, sobre todo a la sanidad y la educación. La tensión entre mantener la magia de la monarquía, sin dejar que respire con el aliento de la calle, o convertir la institución en algo próximo al pueblo, es un acertijo imposible.
"La gente de palacio", escribió Anthony Sampson en su Anatomía de Gran Bretaña, "sabe que una vez que se palpa el aparato de la monarquía es algo así como cuando se abre una tumba egipcia, que el interior está expuesto a convertirse en polvo". Sin embargo, por lo visto ayer en Londres, no parece próximo el cumplimiento del pronóstico que realizó hace muchos años el escritor George Bernard Shaw: "La monarquía es una alucinación universal del pueblo que pronto desaparecerá". Solo un 26% de los británicos cree que la monarquía no sobrevivirá al siglo XXI.
fgbasterra@gmail.com
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