Llámame David
Soy una pulga, una clienta minúscula de una compañía de telefonía gigante. Tan pequeña soy que si me fuera a otra compañía de puntillas, no se darían ni cuenta. Sin embargo, de ahora en adelante van a tener que llamarme David. Yo a ellos les llamaré Goliat. Y ya se sabe quién ganó a quién, ¿verdad?
No voy a aburrirles a ustedes contándoles lo que me hicieron. Me estafaron. Baste con eso. Digo que no voy a aburrirles porque, hoy en día, escuchar las quejas de los demás sobre su compañía telefónica es aburridísimo. Antes tenía su interés; eran problemas puntuales y exóticos. Pero ahora, lamentablemente, todo el mundo tiene su historia, y nos quitamos la palabra para contárnosla. Los que nos sentimos maltratados y frustrados somos legión. Las compañías lo saben, no me creo que no lo sepan, pero no hacen nada al respecto. Total, siguen ingresando cifras millonarias.
Por supuesto, sus departamentos de reclamaciones son departamentos fantasma. Si le preguntas al teleoperador por él, se activa inmediatamente un laberinto infinito de voces y melodías espantosas del que no hay quien salga. Corres grave peligro de acabar vomitándote encima por sobreexposición a esas cancioncitas infernales que te obligan a escuchar. Lo normal es que, al final, acabes comiéndote tu cabreo con papas y que sigas apoquinando. Pero ahora yo ya no me enfado, ya no. Ahora soy David.
Esta servidora, agotada después de meses buscando el dichoso departamento de reclamaciones fantasma, decidió irse a la Junta Regional de Consumo. Era eso o salir al balcón a berrear y patalear hasta perder la conciencia. Me pareció más práctico lo otro. Allí puse una reclamación y, ¡pum!, fue visto y no visto: tres años después me citaron a juicio. Un servicio eficiente.
El gran día llegó. A mi lado se sentó un señor encorbatado que decía que venía de parte de La Compañía. "¿Así, sin careta ni nada?", pensé. A mí me daría vergüenza representar a una compañía que es una fuente inagotable de frustración para la mayoría de sus clientes. Pero se ve que a él no le daba ningún apuro. Confieso que a mí me temblaban las rodillas. Era David contra Goliat y daba miedo. Sólo estaban en juego unos pocos euros, vale, pero también me jugaba vivir en un estado permanente de cabreo hasta el fin de mis días.
La cosa era tan obvia que se resolvió en tres minutos. No tuve ni que sacar la honda. El juez expuso el caso y el señor sin careta me dio la razón con una naturalidad casi ofensiva. Después de tanta guerra, una espera que el adversario, como mínimo, crea que tiene razón. Pues no. Poco importa ya. Lo importante es que este Goliat no es invencible: cayó al suelo y David se fue de cañas. Y punto.
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