La adolescencia como lobo

No hay mejor terror ni mayor drama social que en el interior de los clásicos cuentos infantiles. Piensen en Hansel y Gretel (¡unos padres tan pobres que abandonan a sus hijos porque no tienen comida que darles!), La cigarra y la hormiga, La Cenicienta, El patito feo o Caperucita Roja. En este último se unen desde las típicas advertencias de los mayores sobre el obligado recelo ante los desconocidos hasta el muy sutil elemento erótico inmerso en el mítico diálogo sobre la enormidad de los elementos corporales del lobo. Es decir, si se cuenta con la debida intención, un texto perfecto para adolescentes con la pubertad a cuestas y el inicio de la curiosidad sexual. Verbigracia: los millones de amantes del Crepúsculo de Stephenie Meyer y de sus versiones cinematográficas. De ahí que esta Caperucita Roja venga dirigida por Catherine Hardwick, directora de la primera entrega de la saga vampírica, que imprime un ritmo constante a través de una puesta en escena donde la cámara, elegante, no para y está envuelta en sus mismas esencias: erotismo de colegio de monjas, romanticismo exacerbado, terror bajo en calorías e irresistible atracción por el peligro, típica de la edad. Un producto con ciertos excesos de lírica de anuncio de perfumes (el humo-niebla, los grandilocuentes travellings con grúa) que, además, no es necesario vender porque... ¿quién no conoce a la tal Caperucita Roja?
CAPERUCITA ROJA
Dirección: Catherine Hardwick.
Intérpretes: Amanda Seyfried, Shiloh Fernández, Max Irons, Gary Oldman.
Género: fábula de terror.
EE UU, 2011.
Duración: 100 minutos.
Ambientada en un medievo un tanto kitsch, la película mantiene parte de las claves del cuento (incluso tienen la valentía de reproducir el famoso "Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!"), aunque cambie otras cuantas: la niña es una veinteañera; introduce el elemento del hombre-lobo, lo que lleva a una especie de whodunit policial (¿Quién lo hizo? ¿Quién es en realidad el lobo?), y, sobre todo, enfrenta a Caperucita a una doble posibilidad amorosa, el de la carita de bueno y el de la pinta canalla. O sea, un panorama romántico de escuadra y cartabón.

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