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EL OBSERVADOR GLOBAL
Columna
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Cerezos y globalización

Moisés Naím

Cerezos en flor y marchas antiglobalización. Durante años, estos fueron los ritos de la primavera en Washington. Ya no. Los bellísimos cerezos siguen floreciendo, pero las manifestaciones callejeras se han ido apagando.

Las protestas primaverales coincidían con las cumbres que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial celebran cada año por estas fechas en la capital estadounidense. Los manifestantes, numerosos y venidos de todas partes, protestaban contra el libre mercado, la pobreza o la política exterior norteamericana. También tenían exigencias específicas como, por ejemplo, frenar las reformas económicas (austeridad fiscal, privatización, liberalización comercial, desregulación) que el FMI y el Banco Mundial imponían a los países como condición para otorgarles créditos. O cancelar las deudas de los países pobres con los bancos internacionales. O abolir los acuerdos de libre comercio. Frecuentemente, estas marchas terminaban en enfrentamientos con la policía.

Antiguos países pobres tienen ahora economías fuertes, y muchos de los ricos están arruinados

Este año seguramente habrá algunas concentraciones, pero serán menos multitudinarias, tumultuosas y visibles que las de antes. ¿Por qué? ¿Adónde se han ido los manifestantes?

Las respuestas son interesantes, ya que el ocaso de estas protestas es sintomático de importantes cambios en el mundo.

En primer lugar, las reformas económicas que el FMI exigía a los países como condición para ayudarlos financieramente ya no son tan controvertidas. Casi todos los países las han aplicado por su cuenta. Por otro lado, el FMI y el Banco Mundial se han vuelto menos dogmáticos. El FMI, por ejemplo, acaba de adoptar una política más tolerante hacia los controles que algunos países imponen al capital extranjero, cosa que antes era anatema. Tampoco parece haber motivos de peso para protestar contra los acuerdos de libre comercio: esas negociaciones mundiales llevan más de una década estancadas. Y el apoyo a las políticas sociales es ahora una prioridad.

Pero hay cambios aún más profundos. Durante décadas, los países en desarrollo asistían a las reuniones del FMI / Banco Mundial para obtener nuevos préstamos y negociar las transformaciones que emprenderían a cambio de obtener el dinero. En estos encuentros recibían arengas de los países ricos exhortándolos a llevar a cabo reformas políticamente difíciles pero necesarias para fortalecer sus economías. A su vez los banqueros privados esperaban en sus lujosos hoteles a la procesión de ministros de Economía que venían a mendigar créditos o a persuadirlos de lo atractivo que era invertir en sus respectivos países.

Ese mundo ya no existe. Los países pobres de antes tienen ahora economías fuertes y enormes reservas internacionales, mientras que muchos de los países ricos están en bancarrota. En la década pasada, los países en desarrollo crecieron a una media del 6,1% cada año. En cambio, las economías avanzadas han crecido un anémico 1,8% en promedio. Si en 2000 los países en desarrollo sumaban una quinta parte de la economía mundial, hoy su participación alcanza a más de un tercio del total. Los mercados emergentes como China, India, Brasil o Indonesia han capeado la reciente crisis financiera mucho mejor que las naciones más avanzadas. No están sumidos en una dura recesión, como España; no han debido socorrer a sus bancos, como Estados Unidos; no necesitan mendigar ayuda internacional, como Irlanda o Portugal, y no requieren de draconianos recortes en su gasto público, como Reino Unido. Y ahora son los banqueros privados quienes esperan pacientemente una audiencia con los ministros en Pekín, Brasilia y Nueva Delhi.

Y hay más. Después de cada desplome financiero (en América Latina o Asia), los jefes de Estado se reunían en cumbres que concluían con promesas de drásticas reformas del sistema financiero. La necesidad de "una nueva arquitectura financiera internacional" se convirtió en el mantra de todos estos cónclaves poscrisis.

Pero esta nueva arquitectura nunca llega. Una vez pasado el susto inicial, la voluntad política para hacer los cambios se evapora. Los líderes dejan de hablar de "nueva arquitectura financiera" y los tecnócratas toman el protagonismo, prometiendo, en cambio, mejoras en la fontanería del sistema: apretar las regulaciones bancarias, revisar las normas de contabilidad, examinar el papel de los fondos de cobertura y las agencias de calificación crediticia y otras medidas semejantes.

Esto es importante -pero muy aburrido-. Motivar a jóvenes idealistas a protestar, por ejemplo, en contra de Basilea III (en la jerga del ramo, esto se refiere a las nuevas normas que regulan el capital de los bancos) es sin duda mucho más difícil que estimularlos a salir a la calle a exigir que se anulen las deudas que asfixian a los pobres. Son estos cambios en las ideas, el poder económico y las realidades políticas los que explican por qué en esta primavera en Washington los cerezos siguen floreciendo, pero las protestas contra el FMI no.

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