Antiguos y modernos
La querella de los antiguos y los modernos no se llamó así hasta que Charles Perrault (el autor de Caperucita roja) inventó esa denominación en el siglo XVII, pero el debate viene de mucho antes, de la Edad Media o quizá de la Antigüedad misma. Los adversarios son quienes creen en la superioridad de los grandes autores del pasado sobre los del presente frente a los que sostienen la primacía opuesta. A partir de la Ilustración, se diría que son los segundos quienes han ganado sin duda, hasta el punto de que la disputa retórica ha decaído y vienen practicando una política de displicente mano tendida.
Sin embargo, mi amigo Vicente Verdú, fiel al espíritu del tiempo actual, ha reabierto decididamente las hostilidades. En su columna Forges entre las aulas (EL PAÍS, 30 de abril), critica a los profesores e intelectuales empeñados en que la verdadera cultura está en el pasado y no en este "presente bárbaro". Insisten en denunciar que hoy se habla y se piensa mal, recurriendo para ello a maestros del Renacimiento o del Siglo de Oro... cuya sola mención hace desertar de las aulas a los alumnos. En efecto, puede que hoy se hable mal, sobre todo los más jóvenes, comparado con la riqueza lingüística aún conservada en algunos pueblos de Castilla o Hispanoamérica. Pero es que precisamente esos son los lugares de los que la historia -tan cruel, ay- se aleja, para "arrasar la oratoria y la lectura e imponer el mensaje breve, la música pop y la imagen". Desdeña el pensamiento en beneficio de la información y posterga la teoría ante la práctica. Las protestas contra la reforma de Bolonia nacen de la vanidad que considera la Universidad como centro del saber por el saber, una desgastada torre de marfil. La maniática reverencia por autores de siglos pasados cree que ellos nos brindaron soluciones eternas a los problemas y se parece a la fe de quienes encuentran en la Biblia todas las respuestas...
Es imposible entender a nuestros contemporáneos sin las inquietudes de las que son herederos
La actitud más radicalmente opuesta a este planteamiento está en Adéu a la Universitat. L'eclipsi de les humanitats (Galaxia Gutenberg), un libro escrito por otro amigo, Jordi Llovet. Se trata de una autobiografía intelectual y profesional, pero también de una enjundiosa reflexión sobre la cultura y la educación superior de hoy. Para quienes compartimos edad y tareas académicas con Llovet (nacimos el mismo año y nos hemos prejubilado casi a la par, aunque no puedo compararme con su formidable formación erudita) su anecdotario, lleno de humor y perspicacia, con estupendos retratos de figuras ilustres como Kristeva, Sontag o Martín de Riquer, es una auténtica delicia. Pero lo más interesante son sus consideraciones sobre las carencias gnoseológicas gradualmente producidas por la degradación del lenguaje, el abandono de las humanidades y la confianza ciega en las nuevas tecnologías que, en efecto, sustituyen el pensamiento por la información, como señala con entusiasmo Verdú. Para Llovet, dificultan la creación de una ciudadanía emancipada intelectualmente, sin la cual "la democracia tiende a la plutocracia, la burocracia o formas sutiles de totalitarismo". De ahí sus críticas a Bolonia y a la visión educativa y cultural que implícitamente supone.
Aun reconociendo fundadas algunas de las advertencias de Verdú contra excesos de tradicionalismo, comparto la posición de Llovet. Desligar la teoría de la práctica en el conocimiento es no entender ni una ni otra. Y también es erróneo suponer que se estudia a los maestros del pasado porque se cree ciegamente que tienen todas las respuestas: no, lo que plantean son precisamente las buenas preguntas. Es imposible entender a nuestros contemporáneos si se ignoran las inquietudes de las que son herederos. Educar es situar las mentes jóvenes en un camino intelectual, no brindarles el catálogo de últimas novedades. Como dice Ramón Andrés en uno de sus aforismos de Los extremos (Lumen): "Educar el ahora, no transigir a él".
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