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Del lápiz al iPhone

Yoani Sánchez

El auto temblequea, parece que va a desarmarse. Nueve pasajeros comparten el interior readaptado de ese viejo y quejumbroso Cadillac que rueda bien temprano por las calles habaneras. En medio de la decrepitud del taxi colectivo y del fuerte olor a queroseno, una muchacha saca de su bolso el último modelo de iPhone que ha aparecido en el mercado, pone la táctil pantalla frente a sus ojos y reproduce un vídeo humorístico para hacer menos tedioso el viaje. En esta ciudad peculiar, la depauperación y la modernidad se dan la mano, conviven lo anacrónico y lo futurista, lo polvoriento y lo reluciente. Vivimos tiempos de contrastes.

No obstante las carencias y el control, los cubanos tenemos una marcada predilección por los circuitos y las lucecitas. Es raro encontrar algún compatriota que no sepa reparar una batidora o desarmar una ducha eléctrica. Sin esas prácticas de "ingenieros sin diploma", no hubiéramos podido prolongar la vida útil de muchos objetos. Claro que hay quienes llevan las reparaciones e invenciones hasta el extremo y crean un ventilador con un motor de lavadora, pintan de colores la pantalla de su viejo televisor en blanco y negro para aparentar que es más moderno o hacen de una plancha una eficiente hornilla en aras de usarla para cocinar. Si de transmitir información, noticias y programas censurados se trata, también la creatividad se dispara y las soluciones afloran. Las memorias USB pasan de mano en mano, convirtiéndose en improvisados periódicos clandestinos, indetenibles por su pequeñez y su aspecto inocente.

Los ecos de Egipto y Túnez hacen que la policía política cubana estigmatice la tecnología

El apetito por los artefactos electrónicos se nos incentiva con las restricciones que el Estado ha mantenido sobre su distribución. El mercado informal es el escenario para obtener todo lo prohibido; fue justamente en esas redes ilegales de distribución donde circularon, por primera vez, las máquinas para reproducir vídeos, los hornos microondas, los ventiladores de techo y los calentadores de agua, cuando estaban desterrados de los escaparates. Para cuando Raúl Castro autorizó en 2008 la venta de elementos informáticos en las tiendas oficiales, ya algunos llevábamos años delante de la pantalla de un ordenador fabricado por nosotros mismos, verdadero Frankenstein armado pedazo a pedazo. Pero muchas de estas son en realidad computadoras autistas, a las que les falta el relámpago de la conectividad, el aliento vital en forma de kilobytes que las haga saberse vivas, interactuar en el ciberespacio.

Ahora mismo, ante el empuje de las redes alternativas de información y de la creciente presencia de dispositivos de comunicación en manos ciudadanas, la respuesta oficial no se ha hecho esperar. Bajo el título de Las razones de Cuba se proyecta los lunes en la noche un serial hecho por el Ministerio del Interior, donde -entre otras cosas- se sataniza el uso de la tecnología fuera de los márgenes institucionales. Aunque el guión es reiterativo y por momentos cansón, cada capítulo trae también su cuota de sorpresa. Desde el destape de algún agente encubierto infiltrado en las filas del periodismo independiente, hasta las confesiones de un joven que camufló una antena parabólica en una tabla de surf. Hay de todo, salpimentado -claro está- con una buena dosis de teoría de la conspiración y grandes porciones de antiimperialismo. En apenas 30 minutos, esta saga al peor estilo de Big Brother publica también conversaciones telefónicas de clientes asociados a la única empresa de celulares que existe en el país y grabaciones hechas desde cámaras ocultas a ciudadanos que no se esconden a la hora de decir sus críticas o de asociarse según sus demandas. Quizá estas revelaciones son la manera elegida para recordarnos que los artilugios tecnológicos no solo nos permiten a los individuos escaparnos del posesivo aparato estatal, sino que le sirve a este para mantenernos vigilados.

Por nuestra pantalla chica desfilan expertos explicando las nuevas amenazas que se ciernen sobre la Isla y oficiales de la inteligencia que satanizan a Twitter, Facebook y a la web 2.0. Los ecos de Egipto y Túnez hacen que nuestra policía política intente estigmatizar la tecnología, asociándola con el enemigo. Se trata de evitar a toda costa que los cubanos puedan confluir y movilizarse a través de las redes sociales o de los teléfonos móviles. En aras de alejar esa posibilidad, el nuevo serial pone una advertencia a los más jóvenes, a esos inquietos adolescentes cuyos dedos son ágiles a la hora de mandar un SMS y que están fascinados por el intercambio de archivos a través de bluetooth. Es el momento de asustar a los atrevidos, de darles su lección a los que se alejan del abrazo institucional y se han dejado subyugar por el flujo de kilobytes.

Sin embargo, ha sido leve el efecto de la reprimenda sobre aquellos ya deslumbrados por las teclas y los píxeles. La era del lápiz, como la del monopolio estatal sobre la información, está llegando a su fin. Una mujer con un iPhone dentro de un auto destartalado lo confirma, ilumina con su pantalla la penumbra de lo caduco, acelera el traqueteo de algo que está a punto de expirar.

Yoani Sánchez es periodista cubana y autora del blog Generación Y. En 2008 fue galardonada con el Premio Ortega y Gasset de Periodismo. © Yoani Sánchez / bgagency-Milán.

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