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Columna
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El grito en el cielo

A finales de los años sesenta y durante una de las manifestaciones que marcaban puntualmente el calendario universitario en la Complutense, un crucifijo lanzado por una mano anónima fue a estrellarse contra las cabezas de los policías que sitiaban aquel día la Facultad de Filosofía y Letras, reducto de estudiantes rebeldes y descreídos, y los medios de comunicación controlados por el régimen nacional católico (todos menos los clandestinos) montaron la de Dios es Cristo por la profanación.

El uso del crucifijo como arma arrojadiza produjo toda clase de actos de desagravio, exorcismos y sahumerios para desalojar a Satanás de las piadosas aulas. Hoy la profanación de una capilla universitaria por medio centenar de personas que portaban en procesión un retrato de Benedicto XVI con una cruz gamada ha generado la inmediata reacción de la Iglesia católica que ha puesto el grito en el cielo, por la imagen del Pontífice y por el desnudo parcial de alguna de las procesionantes durante la bacanal. En el debate de hoy, signo del cambio de los tiempos, en medios universitarios y periodísticos, se discute también sobre la necesidad o la oportunidad de capillas y oratorios católicos en los centros universitarios, más de 150 catedráticos y profesores se han pronunciado por escrito contra este privilegio de la Iglesia en los campus, considerado como una injerencia de lo divino en los terrenos de la ciencia y la docencia.

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El desnudo pectoral de las bacantes ha conmocionado especialmente a los sectores católicos fundamentalistas que siempre han tenido bajo sospecha al elemento femenino desde que la madre Eva mordisqueó la manzana. Las mujeres han sido y son para la Iglesia ciudadanas de segunda clase, no aptas para los sagrados ministerios y apartadas, por tanto, del escalafón jerárquico. En los templos católicos las féminas ha de comportarse con especial recato vestimentario, cubierta la cabeza, la manga y la falda largas y el escote discreto. En la iconografía católica las únicas que pasean desnudas son las benditas ánimas del Purgatorio, púdicamente veladas por las pavorosas llamas y algunas mártires de carnes laceradas y sanguinolentas que solo provocarían malos pensamientos entre los aficionados al sadomasoquismo extremo. Como excepción particular recuerdo una talla de La Magdalena que guardaba la iglesia de mi colegio, con el largo cabello suelto para secar los pies del Maestro y los hombros desnudos emergiendo de una pelliza con escote palabra de honor, santa pecadora de mi devoción y de mis tentaciones infantiles de fetichista precoz.

Gracias a esta cincuentena de provocadores irreverentes y lúdicos hoy sabemos que Madrid alberga el doble de capillas que las demás universidades públicas juntas, oratorios que no recogen la especial religiosidad del alumnado o el profesorado sino más bien la tutoría eclesiástica de una institución que se resiste a abandonar el papel relevante del catolicismo en ámbitos inequívoca y rotundamente laicos.

A las capillas universitarias acuden jóvenes a desaprender lo aprendido en unas aulas donde la presencia divina ha sido desalojada por los postulados de la ciencia, para olvidarse de Darwin de sus pompas y de sus obras. Las capillas universitarias no son centros de discusión teológica entre la fe y la razón, sino cenáculos piadosos para la oración y el desagravio. Desobedeciendo el mandato evangélico de darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, la Iglesia católica le cobra al César parte de sus impuestos y utiliza muchos de sus recursos para despotricar contra sus benefactores, a los que acusa de laicismo perverso y beligerante. Muerden la mano que les da de comer y extienden las suyas para recaudar óbolos y subvenciones, a Dios rogando y con el mazo dando.

Entre los ecos mediáticos de la profanación se han diluido las reacciones del arzobispado madrileño por la suspensión de las obras de su proyectado mini-Vaticano en las sagradas riberas del Manzanares. Con Dios de su parte, la curia cree no necesitar informes sobre impacto ecológico y otras zarandajas medioambientales, pero ya se sabe que en Europa soplan vientos adversos y que celosos funcionarios laicos se niegan a hacer las cosas a la buena de Dios y a permitir las recalificaciones a lo divino y la especulación con el preceptivo níhil óbstat como único certificado de garantía. Dios proveerá y el Estado seguirá pagando sus provisiones.

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