El berlusconismo en casa
En un artículo recientemente publicado en la revista Claves, el filósofo italiano Paolo Flores d'Arcais describe el berlusconismo en unos términos que podríamos resumir así: Silvio Berlusconi no es Mussolini. Y su Gobierno no tiene nada de fascista. Pero esto no debe tranquilizarnos. El berlusconismo es el equivalente posmoderno del fascismo, fundado sobre la legalización de los privilegios y la dominación por la imagen. Ciertamente, la definición es inquietante porque confirma la sospecha de que el berlusconismo no es una anomalía italiana, sino que está penetrando con cierto éxito en la política europea. Y la incapacidad de la oposición italiana frente a Berlusconi es hermana de la insensibilidad de la izquierda europea que asiste al crecimiento de esta cultura política con pasividad e, incluso, con complicidad.
La legalización de los privilegios y la dominación por la imagen no es ajena a la sociedad española y a su política. Y creo que es muy relevante que algunos de los principales dirigentes de las televisiones generalistas españolas provengan de la factoría Berlusconi. Una oleada de vulgaridad desacomplejada recorre las televisiones europeas, con sello italiano de origen.
Zapatero ha situado a su Gobierno en la vanguardia de la sumisión a las señales del dinero. Los banqueros y empresarios más importantes del país han tenido vara alta con el presidente. Han gozado de una comunicación fluida y de una capacidad de influencia sin parangón. Y su huella está en un montón de leyes y de enmiendas de última hora, para atender los privilegios de aquí, los intereses de allá. Y cuando la influencia sobre el presidente no ha sido suficiente, los nacionalismos periféricos han utilizado sus votos para ejercer con eficacia el papel de lobby de sus propios sectores empresariales. El presidente ha anunciado para los próximos días una nueva convocatoria de una selección de empresarios para discutir medidas y reformas. ¿Vamos ya directamente al Gobierno de los empresarios? A eso se le llama Estado corporativista. Karl Polanyi dijo en su tiempo que era necesario garantizar la primacía de la política sobre la economía para evitar la solución fascista. La recuperación de la política es la única vía posible para evitar la solución berlusconiana.
Metidos en la cultura del dinero y sin que desde la política se dieran señales de autoridad y defensa de otros valores, la corrupción ha seguido creciendo y cuando ha emergido ha encontrado a una ciudadanía con las defensas bajas, machacada desde todos los frentes -y especialmente el audiovisual- con la idea de que el dinero es el principio y el fin de todas las cosas y los políticos sólo están para estorbar y para robar. Esta es la cultura del berlusconismo, ni más ni menos. Y crece y crece con un presidente del que probablemente se podrá decir que al final de su mandato ya no quedaba en el espectro televisivo español ni un solo canal que represente los valores antaño asociados a la izquierda.
El profesor Antón Costas decía recientemente en Barcelona que Canadá, Australia y Suecia, los tres países que mejor habían atravesado la crisis, tenían una cosa en común: habían mantenido una seria regulación nacional del sistema financiero. Es decir, la política había sabido imponerse al dinero. Exactamente lo contrario de lo que ha ocurrido aquí, donde Zapatero se ha ido plegando a las exigencias del poder económico hasta perder completamente el perfil que le llevó a La Moncloa.
Las relaciones entre poder económico y político forman parte de los conflictos permanentes -y necesarios- en una sociedad democrática. El poder político está cada vez más en desventaja, porque la globalización otorga al dinero un atributo de ubicuidad que no tiene el poder político, que sigue siendo nacional y local. Hubo un espejismo cuando estalló la crisis. Los principales países decidieron intervenir los bancos en posición catastrófica para evitar un desastre mayor. Aunque costaba entender que fuera el dinero de todos el que salvara los disparates de unos pocos, que salieron de rositas con sus bonos, por un momento parecía que el poder político se imponía. Y, en pura lógica, cabía esperar que tomara el mando y marcara las condiciones para no volver a las andadas. Nada de eso. Los Gobiernos ya están otra vez al albur de las decisiones de los que se esconden bajo este eufemismo denominado mercados. Salvaron a los bancos, pero los bancos siguen mandando. Y la ciudadanía atemorizada acepta la austeridad con resignación, mientras la factoría Berlusconi les entretiene con su discurso antipolítico, populista, misógino y descarado. ¿Es sostenible este equilibrio? El berlusconismo ya está en casa.
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