La energía de la música
Eligió Christian Thielemann para sus conciertos madrileños con la Filarmónica de Múnich un programa sinfónico centroeuropeo del XIX en el que estaban representadas las tres B: Beethoven, Brahms y Bruckner. Especialmente Bruckner levantaba una curiosidad cercana a lo morboso, pues no en vano era el autor fetiche de Sergiu Celibidache, un director carismático que visitó Madrid al frente de esta orquesta en 1982, 1983, 1987, 1989, 1991, 1993 y 1994 en los ciclos de Ibermúsica. El director rumano daba prioridad en sus interpretaciones a la elaboración del sonido o al concepto estructural, mientras el alemán se centra en la energía de la música. Pero hay momentos en que las lecturas de ambos directores se parecen, como en el adagio de la Quinta. Celibidache tenía su coherencia y Thielemann la suya, como también la tenía Jochum. Unos y otros buscan un ideal. Lo importante es la sinceridad de las propuestas. En ese sentido Thielemann es fiel a sí mismo. Escarba en unas maneras de hacer representativas de lo que se ha dado en llamar espíritu alemán. Los resultados artísticos están a la vista. El director no engaña a nadie
Christian Thielemann. Münchner Philharmoniker
Piano: Hélène Grimaud. Obras de Brahms (Variaciones sobre un tema de Haydn), Beethoven (Concierto para piano nº 5 y Séptima sinfonía) y Bruckner (Quinta sinfonía). Ibermúsica. Auditorio Nacional, Madrid, 16 y 17 de marzo.
Thielemann se muestra cada vez más seguro e inspirado
La fuerza de la Séptima de Beethoven fue arrolladora. No sé si el enfoque sería igual de efectivo en otras sinfonías del autor pero la Opus 92, en la mayor se presta a una demostración de energía irresistible. Más contenido fue su acompañamiento al concierto Emperador, en el que Hélène Grimaud exhibió una musicalidad exquisita. El mundo sonoro de la pianista y el de la orquesta convivían pero no se fundían del todo. El otro Beethoven de la tarde, la obertura de Egmont ofrecida como propina, fue sencillamente impecable en equilibrio sonoro y tensión musical. Thielemann había preparado el terreno con un Brahms de buenas maneras, el de las variaciones a partir de un tema de Haydn. Lo resolvió sin ningún tipo de excesos, con elegancia incluso. A partir de ahí se forjó un éxito con pocas fisuras. La Filarmónica de Múnich mostró una vez más su versatilidad. Su plantilla ha rejuvenecido, pero su categoría musical se mantiene intacta.
Thielemann, que ha dirigido en los últimos años en Bayreuth una memorable versión musical de El anillo del nibelungo, se muestra cada vez más seguro e inspirado en el repertorio romántico austro-alemán y no solamente en Wagner. La próxima temporada deja la orquesta bávara -en la que le sustituye Lorin Maazel- y se hace cargo de la Staaskapelle de Dresde. Con la Filarmónica de Múnich ha sentido la música como un catalizador de emociones inmediatas. La compenetración es obvia. Más controlado en el gesto que en otras ocasiones, su atención a la música como energía es tan obsesiva que desemboca en un espejo de su intencionalidad y, por supuesto, de su filosofía sonora.
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