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Necrológica:Una mujer de las letras y de la educación
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

La memoria en el río

Juan Cruz

Era leve e intensa a la vez Josefina Aldecoa; la levedad la llevaba como un velo, para no molestar; y su intensidad provenía de su compromiso: con su hija Susana, con su nieto Ignacio, con Isaac, su yerno, con sus amigos, con la escuela. Con la memoria. Con Ignacio Aldecoa. Algunos se preguntaban por qué, siendo ella misma una escritora, se puso de apellido, para escribir tras la muerte del marido, el apellido de este. Era para que ambos siguieran tan juntos como cuando él estaba vivo y eran felices.

La levedad, esa levedad de Josefina Aldecoa, era la que se quedaba atrás de su propia figura, como si estuviera no estando, elegante, a veces distante, distinguida, tímida, cuya mirada sobrepasaba las cabezas ajenas para ocultarse en un punto fijo donde no había que ser muy avispado para saber que allí estaba la memoria de su marido. Su pasión, su amor inolvidable.

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En ese punto fijo estaba la intensidad que habitaba en su memoria dolorida, apasionada, y finalmente frágil como una despedida, la despedida que ella misma ha hecho de la vida, en medio de las brumas de lo que ya no se recuerda en absoluto. Así vivió en los últimos tiempos, no recordando, ella que lo había recordado todo.

Era muy hermoso escucharle hablar de su amor por Ignacio. A este la muerte le había venido como del rayo cuando tenía 44 años, en 1969. De repente, en su casa; habían vivido la literatura y España al mismo tiempo, en un país oscurecido en el que ellos fabricaron una razón de amor para la tierra. Se quedaron ella y Susana, y fue admirable cómo ambas, comprometidas al final con Ignacio y con la escuela, hicieron de la memoria del escritor una hoja de ruta para rescatarlo y divulgarlo, para que no muriera jamás, al menos mientras ellas estuvieran alrededor, su literatura que ahora han agigantado su calidad y el tiempo.

La suya fue una gran historia de amor que la vida prolongó hasta ahora mismo, y que persiste sin duda en Susana y los suyos. En el caso de la pareja Josefina-Ignacio, ella habló de él siempre como si aún fuera a aparecer después de alguno de sus viajes; estos viajes de Ignacio fueron luego leyenda, pero mientras fueron realidad, mientras los hizo para buscar en el infinito del mar o de las islas solitarias la sustancia de su literatura cortada a pico, contaron en Josefina con la complicidad amorosa de la lealtad. Ignacio buscaba en las islas -en La Graciosa, por ejemplo- el paraíso imposible; durante años Josefina, su hija, Isaac e Ignacio el chico viajaron para estar cerca de ese paraíso que Aldecoa encontró y en el que situó esta novela de barcos y naufragios que es parte de una historia.

Josefina miraba ese paisaje desde el Mirador del Río, en Lanzarote; esa era la brisa que alimentó sus melancolías; su escritura, su trabajo en la enseñanza, su peregrinaje generoso por el aprendizaje de los otros, tenía cada año su parada en ese paisaje. Ella no cruzó el río, veía La Graciosa desde lejos, como quien estuviera acompañando tan solo con la mirada la fuga de un navegante al que se quiere ver curado de sus melancolías al regreso de su travesía. Ignacio volvió, claro, vivieron juntos aquellas noches que con tanta ternura como gracia y desgarro contaron Carmen Martín Gaite y la propia Josefina, y últimamente Medardo Fraile, otro compañero literato de épocas tan plenas; y luego vino la muerte, tan apresurada como traicionera. Y desde entonces Josefina, incansable en su amor, indoblegable, ha seguido mirando desde lo alto del mirador de su vida la estela que dejó Ignacio esperando el regreso en el que iban a encontrarse.

No es solo la historia de una pareja, es la del amor a la vida que la muerte quiso interrumpir en vano, porque era un amor que solo podía interrumpirse con la muerte de ambos. Pero incluso esto es incierto, porque ella deja una herencia de inmensa ternura, de modo que ahí siguen, los Aldecoa, alimentando la memoria en el río.

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