En el bosque de gigantes
¿Quién recuerda al arquitecto del rascacielos más alto del mundo, el Burj Khalifa? ¿Cuántos conocen al autor de la torre Chrysler de Nueva York? ¿Cuántos saben que el emblemático rascacielos de 319 metros fue, durante un año, el más alto del mundo? Más allá de ser juzgados como símbolos del poder -que lo son- o de la desigualdad -que también-, los rascacielos iniciaron en Chicago una carrera ciega hacia el cielo que convirtió a la arquitectura en materia de récord Guinness. La idea del icono, que señala un lugar, se desdibujó ante el espectáculo de una competición más interesada en el fin (la altura) que en los medios (la arquitectura).
Si al principio se subió porque técnicamente era posible y luego porque lo aconsejaba el precio del suelo, hoy, cuando la densidad se postula como alternativa a la insostenible expansión de las ciudades, se sube con la excusa de reducir los costes del transporte público pero con la finalidad de siempre: deslumbrar y enriquecerse. Visto que a las ciudades europeas les queda poco suelo, los rascacielos, concentrados en barrios periféricos -como en Madrid- o revolucionando el distrito financiero -como en Londres- se han convertido en la tipología del presente. Es decir, la del futuro.
A pesar de que la recesión ha pospuesto la carrera por las alturas y de los 10 rascacielos más altos de Dubái cuatro están parados, cinco se inaugurarán entre este año y el próximo. Ya no buscan hacerle sombra a Burj Khalifa. Van a consolidar una ciudad vertical. Y algo parecido sucede en varias ciudades chinas. Las nuevas Manhattan ya no están en Occidente. La cuestión es hasta cuándo la élite arquitectónica va a estarlo. Tal vez por eso, entre los autores de rascacielos, cada vez son más los que no compiten en la liga de la mayor altura. Les interesa otra disputa. En ese bosque de gigantes, consideran más importante lograr una identidad y hacerse visible.
Ya no basta con ser alto. Los arquitectos estrella quieren cambiar las reglas del juego. Herzog & De Meuron inauguraron en Tribeca su primer rascacielos: apilaron 57 pisos rotando las plantas. Rem Koolhaas dejó su huella en Pekín con una torre de 234 metros. Pero ha sido Frank Gehry, con la Spruce Tower, a pocos metros de la zona cero neoyorquina, quien habló hace unos días desde su torre. Una década después del 11-S los rascacielos, como los primeros que se levantaron en Chicago, buscan una voz propia. La fachada anónima y ubicua del muro cortina retrata el siglo pasado.
En un mundo de torres, la altura se dará por hecho. Habrá que recurrir al sello o a la expresión. Si nuestras ciudades tienen el rostro de Disney o el de inimaginables obras maestras dependerá, como siempre, del dinero de los promotores, el gusto de los políticos y el ingenio de los ingenieros. Pero también hablará el talento de los arquitectos. Veremos crecer el techo del mundo, y solo nos quedará abrir la boca para admirar. O para protestar.
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