Crisis y paro
Si, como dice Jorge Wagensberg, progreso es ganar independencia respecto de la incertidumbre, España no avanza. Otro mes, otra subida del paro. Pocas cosas generan más incertidumbre que no tener trabajo. La coyuntura no ofrece a la ciudadanía ninguna señal de mejora. Más ajustes, menos inversión y la amenaza de una crisis energética de envergadura apuntan a más desempleo.
Cuatro millones trescientos mil parados es un desastre absoluto. Incluso el discurso economicista dominante, con su insoportable tendencia a reducir las personas a números de una estadística, debería considerar inaceptable el dispendio que significa tener tal volumen de fuerza de trabajo en fuera de juego. Ya sé que, para la ortodoxia económica, un alto paro es útil porque regula los salarios a la baja. Pero también es un despilfarro de capacidad productiva que un país no puede permitirse. La receta oficial que emana de esta doctrina es muy simple: bajar más los salarios, recortar más las prestaciones sociales y facilitar más el despido. En ninguna parte está demostrado que por esta vía no aumente la pobreza y la desigualdad.
El paro es un sinfín de dramas personales y familiares. Es un empobrecimiento extraordinario de la vida colectiva en todas sus dimensiones (cultural, política, económica). Y es un mecanismo de exclusión de una generación de jóvenes (el paro juvenil está por encima del 40%) cuyas expectativas se asemejan cada vez más a las de los jóvenes árabes que han explotado sencillamente porque quieren acceder a la modernidad. Nuestros jóvenes pensaban que esta estaba ya adquirida y la máquina de exclusión se ha disparado contra ellos. El paro crece, las desigualdades aumentan exponencialmente, los jóvenes no consiguen entrar en la carrera, los mayores son enviados a la cuneta. ¿Es esto un sistema sostenible? Se sostiene por el miedo. La gente siente que el precipicio es enorme y que aún se puede caer más abajo.
En este contexto, el optimismo de Zapatero, siempre dispuesto a la obscenidad de decir que estamos mejor que el año pasado, y el oportunismo de Rajoy, afirmando alegremente que él no toleraría algo así, suenan a sarcasmo. La sociedad aguanta, de momento, gracias a un sistema asistencial, precisamente el que ahora quieren recortar, que todavía funciona como colchón protector; gracias a unas estructuras familiares y de proximidad, que pronto amenazarán ruina, pero que de momento ejercen cierto amparo; gracias a un montón de instituciones asistenciales privadas y religiosas que llegan donde el Estado ya ha claudicado; gracias a una importante economía sumergida que si por un lado quita recursos al sistema, por otro está ayudando a que la burbuja de la miseria no estalle. Pero una sociedad anclada sobre estos pilares no es sostenible indefinidamente. Dicen los científicos que la crisis es la manera que la incertidumbre tiene de avisarnos de que tenemos que cambiar de modelo. No hay ninguna señal de cambio. El miedo sigue ejerciendo de pegamento que impide la ruptura social y sigue empujando a la ciudadanía hacia la sordidez de la indiferencia.
Cuando Felipe González abandonó el poder, España era el país con menor diferencial de rentas de Europa. Curiosamente, los socialistas, imbuidos ya de la quimera del oro, nunca hicieron bandera de ello. Desde entonces las distancias no han cesado de crecer exponencialmente, gobernando la derecha y gobernando la izquierda. ¿Alguien ha visto alguna propuesta política que apunte en otra dirección? Todo lo contrario: a la desaparición de las cajas, que representará una caída enorme de los recursos dedicados a sus obras sociales, seguirá la privatización de algunos servicios básicos, por ejemplo, en el ámbito de la sanidad. Madrid, Valencia y ahora Cataluña quieren ser pioneras en esta tarea. Como si ensanchar la brecha fuera la solución.
He visto en las últimas semanas cómo los dibujantes de viñetas de los periódicos vuelven a caricaturizar a los banqueros y a los empresarios. El burgués gordo y con puro era un icono de la crítica social hace más de 40 años. A partir de los ochenta, el papel de chivo expiatorio pasó a los políticos. Las gentes de dinero se convirtieron en los referentes sociales del éxito. Si las cosas siguen como ahora, desahuciados los políticos, los empresarios volverán al papel de malos de la película. Se está jugando a llevar a la sociedad al límite de lo soportable. Y algún día habrá un incendio. Salvo que el miedo acabe con todo, incluso con la posibilidad de que las jóvenes generaciones sepan sacarnos de este desastre.
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