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Columna
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Mapas imposibles

Hay madrileños que a la vuelta de un viaje, nada más llegar a casa, deshacen las maletas. Borran presurosos los rastros de la aventura turística, devuelven la ropa aún limpia al armario, rebosan el cesto de la sucia con las camisetas y los calcetines fatigados en otras calles, frente a otros soles, bajo la tierra de andenes y metros nuevos. Y luego están esas otras personas que, por carácter, por nostalgia o simplemente por pereza, abandonan la bolsa de viaje en un rincón del dormitorio donde permanece días, hasta que el decimosexto tropiezo o la matraca de la pareja les obliga a vaciar el equipaje.

Pero muchas veces hay algo de la excursión que queda en nuestros bolsillos, en la bandeja de la puerta del coche si nos hemos desplazado en nuestro automóvil, un último resquicio que aparece cuando ya se estaba evaporando el recuerdo del tiempo de asueto: el mapa. Esos planos de hotel con los edificios más significativos del centro del pueblo o de la metrópoli a recorrer coloreados de rojo, esos pliegos de papel satinado imposibles de doblar de nuevo por sus articulaciones, ese croquis pagado por los comercios y restaurantes anunciados en los márgenes.

El reto de una capital consiste en seducir constantemente a quienes ya la tenemos muy vista

Una mañana, ya reinsertados en nuestra rutina, en los trayectos memorizados de nuestro día a día madrileño, metemos la mano en un bolsillo o en la guantera del coche en busca de un clínex y encontramos el plano de Carmona, o el de Perugia, o el de las pistas de esquí de Sierra Nevada. Con la crucecita en Bic hecha por el recepcionista señalizando la ubicación del hotel y esas otras aspas donde apuntó dos buenos restaurantes del centro histórico. Entrando al trabajo, paseando por Goya, parados en un semáforo de Princesa aparece inesperadamente el mapa, la topografía de un tiempo inolvidable, de otro tiempo, al fin y al cabo, finiquitado y feliz.

La reminiscencia de las ciudades visitadas con un plano en la mano queda asociada a esa imagen impresa. Las calles, las colegiatas, las avenidas, los parques, los conservaremos tridimensionalmente, como los vivimos en la realidad, pero también permanecerán en el recuerdo tal cual estaban representados en el papel doblado, roto por las costuras tras tanto uso. Es importante, pues, cómo reflejan nuestra ciudad los mapas, esa otra instantánea para la memoria.

La semana pasada el Istituto Europeo di Design de Madrid realizó un bonito e insólito ejercicio: rediseñar el mapa de metro de nuestra villa. Los alumnos de Segundo de Diseño Gráfico, de entre 20 y 30 años, han ofrecido diferentes propuestas sobre cómo informar del recorrido subterráneo (se pueden consultar en www.mapametromadrid.iednetwork.com). En ellas prima, sobre todo, la imaginación. No todas son realmente útiles pero, en cualquier caso, invitan a deslizarse por las líneas de colores que a veces dibujan curvas y otras rectas fulminantes o incluso circunferencias imposibles.

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Se puede cambiar la ciudad. Sin necesitad de tuneladoras ni de flamantes rascacielos, de un zafio y costoso mobiliario urbano. Solo reinventando los mapas, la radiografía del lugar donde vivimos y que cada vez acoge a más turistas extranjeros, casi diez millones el año pasado, a pesar de la crisis. Todos miramos las metrópolis a través de sus planos, del diseño de las placas de sus calles, de los letreros sobre las avenidas. Es importante la estética de las indicaciones, el lenguaje con el que las urbes hablan de sí mismas. Eso revela su autoestima, la concepción que poseen de sí, la imagen que desean transmitir a quien las transita cada día y a esos otros invitados que las explorarán tan solo durante unos días para luego abandonarlas, quizá, para siempre, como a un amor de verano.

Reformular, no la ciudad, sino su espejo, su representación, su tarjeta de visita. Cuando observamos las propuestas de los estudiantes de diseño para el plano del metro tenemos la sensación de estar en un Madrid distinto, casi mágico. El reto de una capital no solo consiste en resultar atractiva para los forasteros, sino en seducir constantemente a quienes ya la tenemos muy vista. Es estimulante participar del desafío de esa transformación, seguirle el juego a un Madrid mutante, huyendo de sí mismo, soñar con viajar, con caminar por un espacio inexplorado, familiar pero nuevo del que volver sin ninguna maleta que dejar tirada en medio de la habitación.

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