El último galope del dictador
El atentado contra Carrero truncó el destino de la última estatua de Franco
La cumbre de Peñalara, en su fachada hacia Segovia, espeja su majestuosa cúspide nevada sobre un lago henchido hasta sus bordes de agua azul. El Mar llaman al lago, situado en el confín de los jardines del palacio real de San Ildefonso, en La Granja. En el extremo norte de la mansa superficie de agua se alza una vieja construcción con ventanas de madera y casetones a la que se conoce por el nombre de La Casa de la Góndola. En su interior duerme un sueño centenario la falúa real, barroca, y de color verde, construida bajo el reinado de Carlos II El Hechizado, a fines del siglo XVII. En ella los monarcas participaban en naumaquias, incruentos combates navales para regio divertimento. Pero dentro de la solitaria casa no solo duerme hoy el bajel real: a su lado, varada asimismo a su modo, languidece calladamente otra reliquia de un pasado más próximo, también con historia propia: es la última efigie ecuestre en bronce que Francisco Franco, dictador, nunca pudo ver instalada.
La efigie ecuestre espera junto al 'Mar' de La Granja su traslado a Salamanca
La escultura fue esculpida en 1973 por encargo del almirante Luis Carrero Blanco al escultor emeritense Juan de Ávalos (Mérida, 1911-Madrid, 2006), autor asimismo de los evangelistas y otros grupos escultóricos que desde 1958 se alzan junto a la gigantesca cruz del Valle de Cuelgamuros. A la explanada del monasterio madrileño iba a ir destinada la efigie ecuestre del dictador, de no haber mediado un episodio inesperado que cortó en seco su galope hacia su glorificación estatuaria.
A primera hora de la mañana del 20 de diciembre de 1973, el centro de Madrid hervía agitado. Las gentes informadas intercambiaban recelosas miradas al paso incesante de coches de policía, mientras numerosos estudiantes y decenas de obreros hacían cola en derredor del llamado Palacio de Justicia para asistir a un juicio histórico: la dirección del sindicato clandestino Comisiones Obreras comparecía ante el Tribunal de Orden Público en la plaza de las Salesas. Los fiscales franquistas pedían hasta 20 años de prisión para Marcelino Camacho y otras largas condenas para una decena de compañeros suyos acusados de asociación ilícita.
En el barrio de Salamanca, en el interior de la iglesia de los jesuitas de la calle de Serrano frente a la embajada de Estados Unidos -desde donde acababa de regresar hacia Washington su huésped el secretario de Estado Henry Kissinger-, oía misa el presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco (Santoña, 1903-Madrid, 1973). Inmediatamente después del oficio religioso, el almirante tenía previsto acudir al taller de Juan de Ávalos en la calle de Francisco Suárez, en Chamartín, para dar el visto bueno a la estatua de su generalísimo. En torno a las nueve de la mañana ya se hallaba allí el alcalde de Madrid, el arquitecto Miguel Ángel García Lomas, para asistir a la muestra y entrega del modelo de estatua ecuestre de Franco, que Carrero Blanco le había regalado con el propósito inicial de erigirla en el Palacio Real de Madrid, concretamente en el patio de Armas, para luego trasladarla al Valle de los Caídos. La escultura, con su peana, medía 4,65 metros de altura, hasta 4,20 metros de longitud y 1,60 metros de anchura. Su peso frisaba las 10 toneladas. En la peana figuraban los guiones y emblemas preferidos del dictador. La obra fue ideada para ser pavonada y fundida en bronce, fundición que realizaría el taller de Codina, como ya lo estaban dos pequeñas maquetas que se encontraban en el taller del artista dispuestas para su revista, que el almirante llevaría al palacio de El Pardo para allí mostrarlas a Franco. Todos esperaban la llegada de Carrero para que, tras sugerir cualquier corrección o retoque, diera instrucciones para enviarlas cuanto antes a su destino. Entonces, el alcalde García Lomas recibió una inesperada comunicación telefónica. "Vi perfectamente cómo se le demudaba el semblante: le acababan de informar de que el presidente del Gobierno había saltado por los aires con sus escoltas dentro de su automóvil", cuenta Luis Ávalos, de 61 años, hijo del escultor y a la sazón con 25 años de edad. "La intención de Carrero Blanco era la de regalar la estatua a Franco e instalarla en el patio de armas del Palacio Real de Madrid", añade. Fuentes de Patrimonio Nacional, que confirman la permanencia de la estatua en la Casa de la Góndola, agregan que la instalación en palacio sería provisional, para mostrar a Franco allí el modelo a escala real en poliéster. "Asimismo", añade su hijo, Juan de Ávalos "había cincelado dos maquetas de pequeño tamaño, una con una peana de oro, con un valor aproximado de 800.000 pesetas de entonces, que entregaría a Franco, y otra, de medio millón, que retendría como recuerdo el propio Carrero Blanco". Pero el atentado truncó todos los proyectos.
La estatua mostraba al dictador con uniforme de capitán general, sin bengala ni atavío especial, montado sobre un caballo inspirado en los que Luis Ávalos y su padre habían contemplado en cuadras de sementales militares en Carabanchel. "Franco mostraba un semblante sin ninguna característica especial", señala el hijo del escultor. "Quizá lo más singular de la estatua era el caballo", resalta Luis Ávalos. El bruto, con sus cuatro patas apoyadas sobre el suelo -"disposición que, en el lenguaje escultórico indica que el efigiado muere en la cama, matiza el hijo del escultor"- sirvió de modelo al artista emeritense para esculpir la efigie ecuestre de Bernardo de Gálvez (Macharaviaya, 1746-Tacubaya, 1786) el militar español héroe de la independencia estadounidense, cuya efigie sería inaugurada años después por el Rey de España en una visita a Estados Unidos. Ávalos esculpiría otro retrato ecuestre destinado al shahansahr -Rey de Reyes- de Persia Reza Pahlevi.
En cuanto a las maquetas de la escultura de Franco, la destinada a Carrero fue vendida a un propietario agrícola, Enrique Coronado, cuyas nietas la conservan consigo. Tras el fin de la dictadura, la estatua siguió un itinerario errático, para acabar recalando en un rincón de la Casa de la Góndola. No obstante, su destino final, previsto por la ley de Memoria Histórica, culminará en Salamanca, donde, en teoría, se recogen las expresiones del culto al dictador. Meses atrás era frecuente contemplar a la entonces vicepresidenta del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, responsable de Patrimonio Nacional, pasear los sábados a mediodía junto al Mar de La Granja. Era fácil imaginar que ella vigilaba de cerca el último galope del dictador.
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