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El cáncer como metáfora

Ana Palacio

Una enfermedad grave es siempre motivo de compasión, en su sentido etimológico de padecer con. Máxime si afecta a una personalidad pública en quien tirios y troyanos reconocen el valor. Valor del que hace gala al anunciar la dolencia que padece. Sin embargo, el despliegue mediático que ha suscitado el cáncer de Esperanza Aguirre no se hubiera producido con las mismas características de tratarse de cualquier otro mal.

El cáncer transforma la mirada del otro sobre quien lo padece. El cáncer es todavía hoy, una poderosa metáfora del miedo, del rechazo a la decrepitud y a la muerte que atenaza a nuestra sociedad. Porque el tratamiento que nuestro subconsciente colectivo asocia con el cáncer —la radioterapia y la aún más brutal quimioterapia (que afortunadamente todo parece indicar no va a ser necesario el caso de Esperanza)— degrada progresivamente al paciente hasta límites que, en confesión reciente de un buen amigo, "hacen apartar la mirada". Además, cáncer se sigue asociando con muerte, pese a que la prognosis en general, y en particular la asociada al diagnóstico precoz, desmiente esta idea preconcebida.

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Desde el punto de vista personal, el cáncer vivido con plenitud resulta una aventura excepcional. Parafraseando a Jaime Gil de Biedma, es también "plegarse a un ritmo más insistente que nuestra experiencia. Y procura también cierto instintivo placer curioso, una segunda naturaleza".

Desde una reflexión general, enfrentarse al cáncer como lo ha hecho Esperanza Aguirre, de frente y por derecho, sin tapujos ni subterfugios, consciente de su gravedad —la voz le temblaba al anunciarlo— pero negándose a reconocerle excepcionalidad alguna es un ejercicio social importante, oportuno y necesario.

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