Más tiempo de encaje
El decreto sobre las cajas amplía el plazo para la necesaria recapitalización del sector
El decreto ley aprobado ayer por el Gobierno para concretar su estrategia de bancarizar las cajas ha introducido elementos de flexibilidad respecto del planteamiento inicial: sean bienvenidos. Los principales suavizan la aspereza en la exigencia de mayor solvencia; sin desmentir la reforma, se hace más transitable su calendario. Así, por un lado se otorga una ampliación del plazo, de hasta un semestre en condiciones excepcionales (hasta marzo de 2012), para la incorporación de capital privado por la vía de la salida a Bolsa a las cajas que se transmuten en bancos. Y por otro se interpreta de forma imaginativa el acuerdo de Basilea III, al considerar como capital básico tanto los recursos que inyecte el sector público a través del FROB, como las obligaciones necesariamente convertibles en acciones, algo que si no va contra la letra de ese pacto internacional, desde luego que algo retuerce su espíritu.
Pese a su heterodoxia, esos cambios eran necesarios. Pero al cabo demuestran que la precipitación, aunque sea forzada por las asechanzas de los mercados de deuda soberana, nunca es buena consejera. Y, menos aún, si se suma a una previa reacción tardía. Ambas pulsiones contradictorias se han conjurado frívolamente con ocasión de la reforma de unas entidades que suponen nada menos que la mitad del sistema financiero.
En efecto, los defectos de las cajas se sabían desde hace años, especialmente por el organismo regulador; el Banco de España conocía el alcance de la morosidad y la enorme cuantía de los créditos dudosos, sobre todo en la promoción y en la construcción inmobiliaria; los enjuagues políticos en algunas entidades eran secretos de polichinela. ¿Por qué se esperó a regular las fusiones frías o la posible bancarización hasta el pasado verano?
Plantéese la incógnita desde una óptica menos regulatoria y más pragmática: ¿de verdad se necesitaban nuevos decretos leyes? Los poderes de la supervisión y de orientación general del banco emisor, de haberse utilizado en el momento preciso, eran ya lo bastante potentes. A las entidades derrochadoras, que concentraban sus riesgos en un sector o un grupo de empresas, que repartían bonus como si derramasen agua bendita (caso Caja Madrid), o que extendían avales a ex dirigentes políticos incursos en presunta corrupción (Bancaja en el caso Matas) les habría bastado un aviso conminatorio individualizado.
El camino elegido, una nueva normativa, exhibe la ventaja de la ejemplaridad pública ante los mercados internacionales, algo muy necesario. Pero al mismo tiempo adolece del defecto de imponer exigencias equivalentes a entidades cuyas conductas han sido muy distintas. Y desde el punto de vista de la economía real aflora algo tan grave o más: los nuevos estándares de solvencia amenazan con repercutir en lo inmediato en una mayor restricción del crédito, dificultando, pues, la recuperación tras la crisis.
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