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Columna
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Parcialidad territorial

El único error político que no se perdona es la parcialidad territorial. Si los ciudadanos perciben que el Gobierno de la Nación está siendo parcial territorialmente, dicho Gobierno pierde su legitimidad para dirigir la acción del Estado. Esta norma no está escrita en la Constitución, pero opera de manera inexorable en nuestro sistema político. Ninguno de los dos partidos que pueden gobernar España puede soportar la pérdida de legitimidad que supone que los ciudadanos lo perciban como portador de un Gobierno que no es neutral desde un punto de vista territorial.

La prueba del nueve de que es así, la tuvimos en el momento de la inicial puesta en marcha de la Constitución. UCD, que había sido el partido que había liderado la transición y había ganado las dos primeras elecciones democráticas celebradas en este país en 1977 y 1979, pasó del Gobierno a su desaparición como partido como consecuencia de su intento de imponer una lectura de la Constitución pactada básicamente con la representación política de País Vasco y Cataluña, con exclusión de la representación de todos los demás territorios que integran España.

Ese intento fue desautorizado en el referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica del 28-F de 1980, menos de un año después de que UCD hubiera ganado las primeras elecciones constitucionales, y a partir de ese momento el partido quedó deslegitimado para ser un partido de gobierno de España. Esa pérdida de legitimidad es lo que hizo que se desatara una crisis irreversible que le condujo casi sin solución de continuidad a su disolución como partido. Las crisis de legitimidad son muy difíciles de revertir. Cuando el fundamento de la crisis es de origen territorial, la reversión resulta imposible.

Es además importante subrayar que el Gobierno no solamente tiene que no ser parcial territorialmente, sino que, además, tiene que no parecer que lo es. La apariencia de parcialidad es parcialidad. El Gobierno tiene que no serlo y que no parecerlo.

El presidente del Gobierno acaba de comprobarlo tras su reunión con el presidente de la Generalitat el pasado martes. La percepción de que Cataluña iba a recibir un trato de favor se extendió como un reguero de pólvora, que amenazaba con poner en marcha una rebelión generalizada. Se han tenido que dar inmediatamente explicaciones para contrarrestar esa apariencia de parcialidad que estaba empezando a imponerse. Declaraciones del presidente del Gobierno, carta de la vicepresidenta a los presidentes de las comunidades autónomas y me imagino que infinitas llamadas telefónicas.

Si tuviéramos constitucionalizada la estructura del Estado y si, además, reformáramos la Constitución para ir adecuando dicha estructura a la evolución que inevitablemente se produce, como llevan haciendo los alemanes con su modelo federal, el problema de la parcialidad territorial sería muy difícil que pudiera plantearse. Pero cuando, como ocurre en nuestro país, la estructura del Estado no está definida en la Constitución sino con base en la Constitución mediante normas que no tienen rango constitucional y cuando, además, no es posible ponerse de acuerdo para hacer una reforma de la Constitución que incorpore a la misma lo que ha sido el desarrollo del derecho a la autonomía a lo largo de estos algo más de treinta años, el problema puede aparecer en cualquier momento, enturbiándose con ello el debate político de una manera peligrosa.

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Las cosas que se tiran por la puerta entran por la ventana, decía el viejo Engels en el Anti-Dühring. Y eso nos ocurre a los españoles con la definición, mejor dicho, con la no definición constitucional de la estructura del Estado.

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