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Ola de cambio en el mundo árabe
Columna
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Paz celestial o liberación

El Cairo se acerca a la hora de la verdad, entre la represión de Tiananmen o la transición de Tahrir

Lluís Bassets

Hay dos explicaciones extremas de las claves de la historia. A un lado, quienes buscan los resortes de los acontecimientos en las secretas palancas movidas por expertos y sabios, con frecuencia crueles y sin escrúpulos, desde búnkeres ocultos. En el lado opuesto, quienes atribuyen a la voluntad y los deseos de la gente, los pueblos, los ciudadanos, la capacidad para desatascar los engranajes gripados y redistribuir para más o menos tiempo las cuotas de poder acumulado en pocas manos. El mito de los arcanos del poder en el primer caso y el de la revolución popular en el segundo.

Ambas concepciones se reflejan en los análisis periodísticos o en los tratados y manuales históricos, pero todavía tienen un reflejo más vivo en la acción política. Nótese que la revolución por excelencia, la rusa, sintetiza ambos mitos. Conspiración bolchevique que arrastra al pueblo hambriento. No es el caso de la actual oleada revolucionaria, sin partidos y con mucha tecnología, y necesariamente pacífica, gandhiana. Pero no importa: una parte de la opinión, sobre todo la más conservadora, seguirá considerándola fruto de oscuros e insensatos designios destinados a perjudicar a sus intereses e ideologías. Mientras que otra la acogerá como se acogen las revoluciones, al menos al principio, con una gran simpatía.

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Suleimán amenaza con usar la violencia

Que hay una revolución en Egipto parece fuera de toda duda. Muchas cosas han cambiado y nunca volverán a ser como antes. Pero la pelota de tenis todavía está corriendo sobre la red y no se sabe de qué lado va a caer finalmente. Mubarak ya es una momia. No resucitará, pero es el símbolo, la última carta que soltará Omar Suleimán antes de intentar hacerse él personalmente con la jefatura del Estado. Suleimán no es un hombre de transición, al contrario: es Arias Navarro, defendiendo al rais e intentando reproducir su sistema. Quiere la continuidad del régimen sin Mubarak. Lo mismo que quieren Israel y los otros regímenes amigos árabes: un Gobierno militar, que garantice la estabilidad y que mantenga intangible el tratado de paz forjado en Camp David. Lo contrario de Túnez, donde la revolución ha triunfado por la huida precipitada del dictador: allí el primer ministro Ghanuchi es Adolfo Suárez.

En El Cairo se está acercando la hora de la verdad, que es una bifurcación: a un lado Tiananmen, que significa puerta de la paz celestial en mandarín; pero es el símbolo de la represión a sangre y fuego y de la recuperación de la iniciativa y del control por parte de la dictadura, como sucedió en esta plaza pequinesa en 1989 después de casi 50 días de ocupación. Del otro, la liberación, Tahrir en árabe, con la apertura de la transición que todavía no se ha producido: exilio del rais, levantamiento del estado de urgencia, amnistía para los presos políticos, disolución del Parlamento, Gobierno provisional y convocatoria de elecciones constituyentes. La biografía de Suleimán le señala como el hombre para el primer camino, el de la sangre, a pesar de que Israel y los amigos occidentales, también Washington, parecen apostar por él todavía para cualquiera de los dos. El segundo camino no tiene líderes, a menos que se acuda a personalidades como Amr Musa o Mohamed el Baradei para salir del paso.

Esta revolución es parte del desplazamiento de poder que se está produciendo en el mundo y dentro de las mismas sociedades. A favor de todo lo emergente, sean continentes y países o tecnologías y generaciones. Washington demuestra su poder declinante: no puede ni sabe cómo echar a Mubarak. Hace unos años no hubiera sucedido. Sus aliados de la zona le presionan para que no lo haga, los europeos están en sus cosas (velinas, vacaciones tunecinas y egipcias, broncas domésticas). Y su socio y rival chino piensa con escalofríos en Tiananmen: en que no se repita.

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Lo más esperanzador de Tahrir es que cada día que pasa sin que mengüe la protesta es más difícil que se convierta en Tiananmen. Y si Tahrir no termina como Tiananmen entonces el mensaje que nos está mandando la juventud egipcia es enormemente esperanzador para todos. Aquel mandarinato chino fascinante que denuncia y teme Felipe González, expresión máxima de los arcanos de la historia controlados por una oligarquía cruel y corrupta, ha recibido un golpe mortal desde el mundo árabe y con ello la eventualidad de que las democracias se vayan rindiendo ante la fuerza de un nuevo capitalismo enormemente eficaz gracias a su autoritarismo.

Lo que está sucediendo no será una revolución para el gusto de los más cautos e hipnotizados por el mandarinato. Pero es lo mejor que le ha sucedido a la humanidad desde la caída del muro de Berlín en 1989. Solo por eso los tunecinos y los egipcios, pronto todos los árabes, pueden estar de nuevo orgullosos. No con el viejo orgullo de las glorias pretéritas, poco útil y fuente de resentimientos, sino con el orgullo joven de la libertad conquistada que levanta la admiración de todo el mundo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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