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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cara y cruz

En Egipto se juega la ruptura o la consolidación de la tenaza entre islamismo y dictadura

La situación en Egipto parece estancada, pero solo porque los movimientos políticos de fondo ya se han producido y lo único que se aguarda es que afloren a la superficie. Mubarak es un presidente que ni gobierna ni podrá gobernar en lo que le resta de mandato, a no ser a golpes de represión. La estrategia que intentó desarrollar esta semana, sembrando el caos con ataques de sus partidarios contra los manifestantes y la prensa internacional, ha sido un órdago en el que ha perdido la última baza de la que disponía: ofrecerse como el dirigente que podía llevar al país hasta unas elecciones democráticas. Tras los sucesos, la Casa Blanca ha endurecido el tono contra Mubarak, consciente de que este se ha descalificado para desempeñar ningún papel en una eventual "transición pilotada".

Ni siquiera apelando a su vieja condición de baluarte contra el islamismo ha conseguido retener el régimen de Mubarak sus apoyos diplomáticos. Los Gobiernos que lo respaldaron al inicio de las revueltas, como los de Israel o Arabia Saudí, han quedado fuera de juego, al aparecer como defensores de la autocracia, y los que intentaron propiciar un cambio real que no implicara la salida inmediata de Mubarak han tenido que corregir la apuesta por el endurecimiento de la represión, que ha puesto de manifiesto la nula voluntad de cambio. El Ejército, entre tanto, ha mantenido la neutralidad pese a algunos tímidos vaivenes que reflejan las tensiones internas en su cúpula.

En Egipto se está jugando una nueva configuración de Oriente Próximo que podría romper la tenaza entre islamismo y dictadura que ha marcado su historia reciente, hasta colocar a la región al borde de la catástrofe. Si Egipto evoluciona en un sentido democrático, puede que en otros países del entorno estallen revueltas como las que se iniciaron en Túnez. E, incluso, si no estallan, es previsible que los Gobiernos que logren mantenerse tengan que llevar a cabo las transiciones políticas siempre pospuestas.

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La pérdida de la excepcionalidad democrática por parte de Israel podría forzar cambios sustanciales en su relación con los palestinos. Y tampoco cabe descartar que, lejos de verificarse la comparación del Egipto de hoy con el Irán de la revolución, hubiera que establecer los paralelismos en dirección opuesta: el régimen de los ayatolás, ya seriamente contestado, no estaría a salvo de revueltas como las de Egipto si estas triunfaran.

Pero este desenlace optimista no permite descartar en ningún caso el pesimista, que es la cruz de la moneda que sigue dando vueltas sobre la plaza de la Liberación. Si Mubarak sobrevive a las revueltas y queda aislado de sus propios ciudadanos y de las potencias democráticas que verían con buenos ojos su salida, la confrontación entre islamismo y dictadura acelerará el rumbo suicida en el que estaba embarcada la región. Más sufrimiento para la población y más inestabilidad internacional sería el horizonte.

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