La revolución del joven Ratzinger
Benedicto XVI defendió propuestas condenadas por él mismo desde Roma
Desde el tejado las cosas se ven de distinta manera que a ras de tierra. Es lo que le ocurrió a Joseph Ratzinger cuando era un joven teólogo llamado a Roma en 1962 por Juan XXIII como perito de un concilio -el Vaticano II- que quería dar un revolcón a las estructuras de una Iglesia antimoderna. Entonces escribió que "el concilio marca la transición de una actitud conservadora a una actitud misional" y que "la oposición conciliar al conservadurismo no se llama progresismo, sino espíritu misional". También dijo que "lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad, y que amen a la Iglesia más que a la comodidad de su propio destino".
El Papa no puede seguir "el modelo de la monarquía absoluta", dijo
"No es azar que los grandes santos tuvieran que luchar con la Iglesia"
Pasaron años, hasta 1970, y Ratzinger seguía convencido de que su Iglesia necesitaba reformas radicales. Fue por entonces cuando reclamó con sus colegas alemanes la revisión de la doctrina del celibato. También sostuvo el jovencísimo profesor que "el primado del Papa no puede entenderse de acuerdo con el modelo de una monarquía absoluta, como si el obispo de Roma fuese un monarca sin limitaciones".
Este era el Ratzinger profesor brillante, teólogo libre y compañero de viaje de los mejores pensadores cristianos del siglo (Karl Rahner, Yves Congar, Edward Schillebeeckx, Hans Küng, entre los más conocidos). Pero sus afanes reformistas duraron lo que el polaco Juan Pablo II tardó en atraerlo al santuario del poder vaticano para encumbrarlo a la presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como decidió llamar al viejo y terrible Santo Oficio de la Inquisición. Entonces, el Ratzinger teólogo se convirtió en juez de los teólogos, a los que ha castigado sin miramiento por sostener lo que antes él mismo pensaba.
Estos son algunas de sus ideas, sacadas de su fascinante libro El nuevo pueblo de Dios. Se publicó en alemán en 1969 y fue traducido al español en 1972 por la editorial Herder.
- Oficios laicales. "Cristo no fue sacerdote, sino laico. No poseía ningún oficio. Cristo no se entendió a sí mismo como intérprete de deseos y esperanzas humanos, algo así como voz del pueblo, como su mandatario secreto o público, ni comprendió su misión desde abajo, como si dijéramos en sentido democrático".
- Constantinismo. "El estrangulamiento de lo cristiano tuvo su expresión en el siglo XIX y comienzos del XX en los Syllabi de Pío IX y de Pío X, de los que dijo Harnack, exagerando, desde luego, pero no sin parte de razón, que con ellos condenaba la Iglesia la cultura y ciencias modernas, cerrándoles la puerta. Así, se quitó a sí misma la posibilidad de vivir lo cristiano como actual, por estar excesivamente apegada al pasado. ¿Quién podría poner en duda que también hoy se da en la Iglesia el peligro del fariseísmo y del qumranismo? ¿No ha intentado efectivamente la Iglesia, en el movimiento que se hizo particularmente claro desde Pío IX, salirse del mundo para construirse su propio mundillo aparte, quitándose en parte la posibilidad de ser sal de la tierra y luz del mundo?"
- Libertad del cristiano. "No es azar que los grandes santos no solo tuvieron que luchar con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia a hacerse mundo, y bajo la Iglesia y en la Iglesia tuvieron que sufrir un Francisco de Asís, un Ignacio de Loyola, que, en su tercera prisión durante 22 días en Salamanca, aherrojado entre cadenas con su compañero Calixto, permaneció en la cárcel de la Inquisición, y todavía le quedaba alegría y fe confiada para decir: 'No hay en toda Salamanca tantos grillos y esposas, que yo no pida más aún por amor de Dios'. Lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo desconocimiento y ataque; hombres, en una palabra, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino".
- Nueva teología. "En muchas manifestaciones teológicas, antes del concilio y todavía durante el concilio mismo, podía percibirse el empeño de reducir la teología a ser registro y -tal vez también- sistematización de las manifestaciones del magisterio. El concilio manifestó e impuso también su voluntad de cultivar de nuevo la teología desde la totalidad de las fuentes, de no mirar estas fuentes únicamente en el espejo de la interpretación oficial de los últimos cien años, sino de entenderlas en sí mismas. Hasta entonces era costumbre mirar la Edad Media como el tiempo ideal cristiano. La Edad Moderna, en cambio, se concebía como la gran apostasía, comparable con la historia del hijo pródigo, que toma su herencia y sale de la casa paterna, para luego -con la segunda guerra mundial- sentir hambre de las bellotas de los cerdos. El conjunto, empero, conduce en el Papa del Concilio a una teología de la esperanza, que casi parece lindar con un optimismo ingenuo".
- Primado. "En todo el mundo cristiano se movía una tropa de sacerdotes que estaban inmediatamente sometidos al Papa sin el eslabón inmediato de un prelado local (...). El intento de interpretar la realidad del primado por el concepto de reducción debe calificarse de desafortunado y peligroso".
- Roca y escándalo. "Prescindiendo del problema de la localización histórica de la promesa del Primado, podemos afirmar que, para el pensamiento bíblico, la simultaneidad de roca y Satanás (y skándalon=piedra de tropiezo) no tiene nada de imposible. ¿No ha sido fenómeno constante que el Papa haya sido a la par petra y skándalon, roca de Dios y piedra de tropiezo? Lutero conoció con opresora claridad el factor Satanás y no dejaba de tener alguna razón en ello".
Las "malas pulgas" de Juan Pablo II
"El que se mueve no sale en la foto", decía el sindicalista mexicano Fidel Velázquez. Murió mandando pasados los 97 años y su idea totalitaria se extendió como una lepra por los partidos modernos. La Iglesia romana llevaba siglos practicándola. Incluso está acuñada en un latinajo: Roma locuta, causa finita. Cuando habla Roma, todos a callarse.
Hubo, sin embargo, un tiempo en que parecía poder cambiarse esa intransigencia, mediante el aggiornamento conciliar promovido por Juan XXIII en 1962. El teólogo Ratzinger se apuntó con entusiasmo a la idea, pero el aperturismo le duró lo que tardó en consolidarse en el poder Juan Pablo II, que venía del frío polaco. Ratzinger conoció pronto cómo reaccionaba su superior -y futuro gran amigo- ante propuestas revolucionarias. Fue en 1980, en el sínodo sobre la familia, donde el Papa perdió la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes: "Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!", les dijo.
La primera víctima fue el ya fallecido cardenal de Sevilla y ex presidente de la Conferencia Episcopal, José María Bueno Monreal, un gran colaborador de Tarancón. Había ido a despedirse del Papa porque quería jubilarse y osó decirle en su despacho, a solas: "Santidad, mi conciencia me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma". "Y mi conciencia de Papa me impone echar a su eminencia de mi despacho", fue la respuesta de Wojtyla. El bondadoso cardenal contó a sus amigos el incidente admirándose, textualmente, "de las malas pulgas del Papa". Días más tarde, sufrió un infarto y cesó en el cargo.
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