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Columna
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Batas blancas

Parece reinar cierto desorden en cuanto a la dotación de médicos que necesita España o, con mayor urgencia, determinadas regiones, entre ellas, Madrid. Aunque esta importante actividad es atendida por las facultades respectivas y se percibe un aumento de las mujeres que desean dedicarse a ello, la oferta y la demanda sufren algún desconcierto. Acaba de descubrirse en Murcia otra estafa perpetrada sobre licenciados en países latinoamericanos a quienes se ofrece la convalidación de estudios, plaza hospitalaria y contrato laboral consiguiente. En el asunto están complicadas personas de relieve político y profesional, cargos de la sanidad y la Administración, embarcados en una empresa que no podía tener futuro, ya que se prometían cosas imposibles.

Vuelvo a hablar del antiguo médico, sucesor del brujo, el mago de la tribu, el sanador

Dejemos para los duchos en sucesos delictivos el pormenor, que ya tiene eco en la prensa, para arrimarnos a las especulaciones. Dudo que el médico vuelva a tener la general consideración social de antaño, pues la profesión ha ido variando sensiblemente hacia la atención interna y ambulatoria, indiscriminada y universal. Fenómeno más extendido en grandes ciudades como esta, donde el médico privado de cabecera es un privilegio.

Como hijo, padre, hermano y tío de médicos, he sentido la satisfacción de pertenecer a esa familia aunque no sabría decir si hoy un doctor es más o menos sabio que sus predecesores. En algunas materias, sin duda, pero no creo que disfruten de la consideración, el respeto y el afecto que tuvieron otrora. La medicina es una de las ciencias que más ha avanzado, pero los galenos actuales no han sido iniciados siquiera en las humanidades, desterradas de la previa formación universitaria. Tampoco pretende esta digresión afirmar que, en el pasado, todos fueran lumbreras. Había mucho tarugo, que hizo la carrera a empujones, en las universidades "coladero". Y los que regresaban al pueblo natal, enmarcaban el título y no volvían a abrir un libro ni leer una revista especializada, confinándose en el julepe y el tresillo, el casino, la caza y la hacienda heredada.

Vuelvo a hablar del antiguo médico, sucesor del brujo, el mago de la tribu, el sanador y también consejero, que conocía a su clientela mejor que el cura a los feligreses. A ellos acudían no solo para remediar los males del cuerpo, sino los conflictos de conciencia, conyugales, familiares e incluso en las cuestiones patrimoniales. En aquella escala social el doctor ocupaba un puesto señero, muy por delante de los banqueros, considerados prestamistas de sospechosos sentimientos, más estables que los militares y menos rácanos que los servidores de la justicia, aunque fueran magistrados de la Audiencia; mucho más de fiar que los políticos cuneros, los comerciantes, y casi tanto como los clérigos y los aristócratas. Tenían tiempo para todo, alternando la dedicación al prójimo con el cultivo de otras ciencias o artes, la investigación biológica y el pensamiento filosófico. Difícil de emular don Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel, que ha dejado obras de permanente interés. Prestó servicios sanitarios en la guerra de Cuba, le hicieron académico muchas universidades, rehusó ser ministro de Instrucción Pública, escribió, investigó, entró en palacios y burdeles y, de vez en cuando, le daba un tiento a la botella. Un astro indeclinable, todo un hombre con especial toque angélico.

Mi padre -y tantos otros- se multiplicaba. Tuvo el turno como médico externo y responsable de la sala XIII del hospital General, hoy Centro Reina Sofía; pasaba consulta en su casa y visitaba a los clientes, recorriendo Madrid en tranvía y andando, subiendo pisos altos sin ascensor, ello tras un periodo de enriquecedora medicina rural. De la miseria familiar en una aldea dio el salto al seminario y de allí a la enseñanza secundaria y la universidad. Algunas veces le acompañé a "hacer visitas" y pude ver cómo, ante su azoramiento, en ocasiones le despedían besándole la mano.

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Hoy unos desaprensivos cobran 13.000 euros a estos egresados ultramarinos, que pierden dinero, tiempo e ilusiones por vestir la bata blanca en un centro hospitalario, un ambulatorio, un pueblo apartado. Siento que el aura sobrenatural que les distinguió se ha convertido en la mirada al reloj para saber cuándo acaba la tarea diaria y anónima. Por fortuna, hay excepciones, más de las que el pesimismo nos consiente. Conozco a más de uno.

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