La industria editorial os hará libres
Si por esas cosas siempre han querido tener un Panzer Tiger están de enhorabuena. En este mundo todo tiene su coleccionable y el tanque más temido y destructivo de la Segunda Guerra Mundial no podía ser menos. Las heridas de las guerras se cauterizan a toda prisa y como ya no debemos preguntarnos si se puede hacer poesía después de Auschwitz, lo que tenemos que hacer es atrevernos a decidir si ya ha pasado el tiempo suficiente como para lanzar al mercado un campo de concentración en fascículos, con sus hornos y sus alambradas a escala. Fácil de montar y con el máximo realismo, dicen en el anuncio del tanque.
Hemos leído los excelentes testimonios de Joaquim Amat-Piniella, Primo Levi, Imre Kertész, Victor Klemperer o Ana Frank. Pero no es suficiente, queremos más. La producción industrial de literatura del Holocausto es una característica de la cultura de nuestros tiempos. Para eso, inventamos y agotamos puntos de vista: nazis buenos, nazis malos que se vuelven buenos, kapos, judíos que se vuelven nazis por despecho en el Nueva York de los noventa, partidos de fútbol contra el mal, niños con pijamas de rayas y secuestros psicológicos sadomasoquistas.
Hemos ordeñado tanto el horror que la industria se ha dirigido al caladero del Gulag para cubrir la demanda de campo
Pero no es suficiente. Hemos ordeñado tanto el horror que la industria se ha dirigido al caladero del Gulag para cubrir la demanda de campo. Hay otros yacimientos pero son menos vistosos. Los campos africanos tienen menos empaque, lo del machete nos parece demasiado directo e hiriente. Los campos de la antigua Yugoslavia están demasiado cercanos. Además, argumentos como el del engorde de prisioneros para traficar con riñones son tan extravagantes que puede que las editoriales no encuentren su lugar en el mercado. No sirven ni para videojuegos, que la gente se escandaliza. Quizá el cómic, como se cree que el cómic no está a la altura de otras formas literarias, pues ahí cabe todo.
Repasemos. A ver, nos falta la reciente historia oriental, los campos de Camboya y de Vietnam. No les hablo de los campos chinos porque la silla vacía de Liu Xiaobo la ocupa hoy ese gran inversor que compra nuestra deuda. Silencio, se invierte. Tampoco de campos de refugiados, la tragedia leve y enquistada no vende. A lo mejor cuando padezcan un poco más escribimos un final feliz.
El Holocausto se ha convertido en un género y, como género, necesita hibridación. Se podría escribir un remake de Deliciosa Marta con la cocinera sensible del campo, que se refugia en las hortalizas para encontrar la salvación. También algo tipo Baraka que intercalase imágenes new age con el blanco y negro de los guetos. El misticismo industrial del ingeniero que proyecta las piezas que se fabrican en los campos no pisa el argumento de La lista de Schindler. Y seguro que se nos ocurren más cosas tipo La vida de los otros. ¿Valen el testimonio de una traductora del juicio de Núremberg o las memorias de un banquero suizo judío? ¿Un diseñador que se ve obligado a crear una nueva línea de insignias? ¿Un musical en los barracones? Todo se andará.
El Holocausto está al alcance de todos. Sales a dar una vuelta, tomas unas cervezas con los amigos, te ríes con el serial y después enciendes el portátil y tecleas un escenario de cartón piedra como el de La gran evasión. Rutenos que atraviesan los Cárpatos, por ejemplo, qué más da. Un poco de sufrimiento, barro, frío, hambre y mucha memoria histórica. Escribes 200 páginas con un poco de derivada hacia la Guerra Civil y una pizca de represión comunista para compensar: te van a dar un premio y quedas como un señor.
Nada de frivolidades, hay que teclear sin descanso y, si nos estresamos, nada como el modelismo.
Francesc Serés es escritor
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