Arizona reza entre susurros
Las vigilias se suceden en el Estado mientras se esperan las últimas noticias sobre la condición clínica de Giffords
Como en casi todas las tragedias, en la de Arizona hay víctimas, hay villanos y hay héroes, estos últimos necesitados aquí como nunca en los últimos días para poder seguir creyendo en las bondades del alma humana. La ciudad de Tucson se acostó en paz el pasado viernes por la noche y se despertó el sábado por la mañana entre ecos que resonaban al legendario combate de O.K. Corral entre los hermanos Earp y unos forajidos que se negaban a aceptar la ley que prohibía portar armas en la ciudad de Tombstone, a poco más de una hora en coche desde Tucson. En O.K. Corral se dispararon 30 tiros en 30 segundos en un día de octubre de 1881 y aunque solo murieron tres personas, está considerado el tiroteo más famoso de la historia del Viejo Oeste. Camilo José Cela escribió sobre él en su Cristo versus Arizona.
Patricia Maisch, de 61 años, impidó que Loughner recargara su pistola
En Tucson, Jared Lee Loughner preparaba un segundo asalto con las 33 nuevas balas de 9 milímetros parabellum que hubiera escupido su Glock semiautomática -y con casi total seguridad hubiera doblado el número de víctimas mortales y de las que hoy se debaten entre la vida y la muerte en el Centro Médico de Tucson- si no hubiera sido por la intervención de Patricia Maisch, una mujer de 61 años que en segundos pasó de ser una ciudadana más a la heroína que impidió una tragedia mayor.
Maisch relata cómo pudo optar por salir corriendo o tirarse al suelo cuando empezó el tiroteo en el centro comercial La Toscana, al norte de la ciudad y hoy todavía inaccesible al público, al que se prohíbe la entrada con la inocente pero determinante cinta amarilla con la que la policía acordona una zona donde se ha cometido un crimen, en este caso una matanza de la que la localidad tardará en recuperarse. Meisch se lanzó al suelo. Casi acto seguido, dos hombres se abalanzan sobre Loughner y le sujetan contra el pavimento a la entrada del supermercado Safeway, que está en la intersección de North Oracle con West Ina Road. Con su mano izquierda, el pistolero intenta alcanzar el recambio para su recámara que le permita continuar con su loca masacre. Pero se le escurre entre los dedos. "Podría haberla alcanzado sin problema", explica Meisch, "pero yo la cogí antes", dice sin disimular su orgullo. Treinta y tres nuevas balas quedan a salvo en poder de la mujer a la que los ciudadanos de Tucson ya han alzado a los altares de la heroicidad.
"Podría haber corrido y ahora seguro que estaría muerta o herida por un disparo", dice Kim Fanellis. "Pero eligió hacer lo correcto; ayudar a su prójimo sin que nadie se lo pidiera". Fanellis tiene el rostro húmedo y acaba de dejar un osito de peluche a la entrada de la oficina de la congresista Gabrielle Giffords en el centro de Tucson.
Desde que sucedió lo inexplicable -un joven de 22 años transformado en máquina de matar-, las vigilias se han sucedido en diferentes partes de una ciudad que no acaba de despertarse de la pesadilla que ha sufrido. Hasta parece que todo el mundo habla bajito para no molestar a los muertos o a los que sufren una pérdida irreparable.
En Congregation Chaverim, la sinagoga a la que acudía la congresista, de confesión judía, un grupo de mujeres se agarraban de la mano mientras formaban un círculo y miraban al cielo buscando la paz que les ha sido arrebatada. La Iglesia de Cristo en Mountain Avenue, que ha perdido a uno de sus fieles en el ataque y tiene a otro herido en el hospital, era físicamente incapaz de acoger más almas en una de las vigilias más numerosas. Todos rezan; algunos lloran; otros juran. Los menos reclaman una venganza como la que dictó la vida violenta del alguacil Wyatt Earp.
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