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Columna
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Jockey, resiste

En un periódico editado en la provincia norteña donde resido he leído que el restaurante Jockey pasa por dificultades que parecen resueltas, por el momento, de lo que me alegro. Más de una vez he lamentado el escaso apego que los españoles y madrileños sentimos hacia las tradiciones y las pocas muestras de fidelidad generacional ante cualquier expresión perdurable, sea un mesón, un teatro, una calle, una tienda, una escuela. Los productos del ingenio, del trabajo familiar, rara vez perduran y el comercio que levantó el bisabuelo apenas lo sigue un par de generaciones.

Jockey es uno de los locales emblemáticos de Madrid y se está quedando solo como muestra de una larga época, que comenzó en los sombríos años de la posguerra española, en medio de severas restricciones de víveres e incluso de fluido eléctrico y gas. Fue la obra de un profesional, Clodoaldo Cortés, a quien tuve la satisfacción de conocer y disfrutar de su amistad. Le había conocido en Sevilla, el año 1938, cuando desempeñaba el puesto de elegante mâitre del que se llamaba hotel Andalucía Palace, para evitar el Alfonso XIII original, alzado con motivo de la boda de la infanta Isabel Alfonsa con el conde Zamoyski, el año 1928; uno de los más lujosos del mundo, en aquella época.

En aquellos años no cerraban, y muchas veces la sobremesa empalmaba con la cena

Los sevillanos siempre le llamaron el Alfonso. A media tarde, para servir el aperitivo de la cena, aparecía, impecable, Cortés. Se parecía mucho al artista de Hollywood Georges Raft, un galán de moda, cetrino como correspondía a la raza gitana de la que llevaba sangre. Un profesional de excepción y hombre de singular inteligencia y vista para el negocio de la hostelería.

Al concluir la contienda, en Madrid, aparte del superviviente Lhardy, algún hotel de cocina mediocre o tabernas con pretensiones, faltaban restaurantes de lujo, como corresponde a la capital de un reino, y convenció a personas adineradas e influyentes para ayudarle en el empeño, antes incluso de que se produjera la rendición de la ciudad. Lo ubicó en un lugar tranquilo y señorial, en la frontera del barrio de Chamberí con la plaza de Colón, y pronto reunió a la mejor clientela de la capital, a los ricos de anteguerra y a los que lo fueron después. El secreto era simple: excelente calidad y esmerado servicio. Lo abrió el año 1945, cuando había, como digo, restricciones de luz durante las horas diurnas y las cocinas, comedor y servicios se iluminaban gracias al grupo electrógeno.

Cortés tuvo éxito porque ya era un destacado restaurador, que escaló toda la gama del oficio. Jamás, durante los primeros 30 años, se sentó en la mesa de un cliente, ni aparecía por el comedor. Tengo por una distinción que me invitara tres o cuatro veces en su reducto más íntimo, el zaquizamí, en el primer piso, donde se encontraba la caja fuerte, una mesa camilla para dos, tres a lo más, comensales y los comedores reservados.

Uno de los triunfos fue crear un equipo prácticamente perfecto, no solo en el conocimiento específico de las materias, los maîtres, sumilleres, camareros, guardarropa o aparcacoches, sino en conducirse con exquisita educación, recordando el nombre del cliente, sus predilecciones o manías y desempeñando el papel de servidores sordomudos, pues, en todo tiempo, estos lugares de costoso esparcimiento albergaron críticos y conspiradores, que hubieran sido más comedidos en otros lugares. Difícil para la Brigada de Información instalar allí un confidente.

No tardaron en surgir leales competidores en un Madrid donde aún eran precisas las cartillas de racionamiento y se horneaba el pan de cada día. Surgió Horcher, luego vendrían los Oyarbide con Príncipe de Viana y Zalacaín, el auténtico póquer de ases del que la ciudad se sentía orgullosa.

En aquellos largos años no cerraban día alguno, ni sábados, ni domingos, y muchas veces la sobremesa del mediodía empalmaba con la cena, conservado "de imaginaria" el personal preciso.

Hoy la ciudad cuenta con muchos y excelentes establecimientos, suntuosos hoteles y refinados fogones, sobre los que se esparcen las estrellas Michelin, pero no podemos decir, como los dueños de la Tour d?Argent parisina, que se mantuvieran en manos de la misma familia desde el siglo XVI.

Los cabaret Lido y Moulin Rouge estuvieron subvencionados por el Ayuntamiento de París durante la ocupación alemana, para evitar que echaran el cierre. Nos queda Jockey. ¡Aguanta!

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