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Columna
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Cuando el pasado domingo bajé a tomarme un café en mi bar de costumbre, no pude acompañarlo del habitual cigarrillo y hasta me pregunté si aquel café no resultaba superfluo. Muchos de nuestros actos son como ritos, que nos sirven para dominar el tiempo, y a menudo he solido explicarme mi tabaquismo atribuyéndole esa cualidad ritual: el cigarrillo del desayuno, el de media mañana, etc. El argumento era falso, uno de esos autoengaños que construimos para eludir una realidad molesta. En mi caso, la verdad está clara: no fumo para otra cosa que no sea el hecho de fumar. Soy una persona dependiente, y lejos de utilizar el cigarrillo para ritualizar mi vida y dominar el tiempo, lo que hago es recurrir al tiempo para que la dependencia no me devore. Mis maitines, mis tercias y mis nonas responden así al arbitrio de un señor supremo, ante cuyo abandono también me amenaza el abismo. ¿No se convertirá la vida en una pesadilla si lo abandono?, ¿podría terminar este artículo si apagara el cigarrillo que acabo de encender?

Pese a todo, sigo fumando, y el pasado domingo, tras tomarme el café en mi bar habitual, salí a la calle y me fumé un cigarrillo. Nadie me lo impidió. Es cierto que la nueva ley antitabaco me privó de satisfacer un hábito que me resultaba agradable, pero no hago de ello un drama. Tendré que adaptar mi dependencia a nuevos hábitos, como he hecho otras veces. En mis años universitarios, fumábamos en clase. Sólo a uno de nuestros profesores, que tenía una vena estrafalaria, le molestaba y nos prohibió hacerlo. En cierta ocasión, en una de sus clases, un alumno encendió un cigarrillo y le ordenó que lo apagara. El alumno le respondió que no le daba la gana y que no tenía derecho a prohibírselo. En uno de sus alardes de extravagancia, el profesor le retó a duelo y le pidió que eligiera las armas. Sin dejar de fumar, el alumno le respondió: a hostias, y cuando usted quiera. Ahí terminó el asunto. Después, también fumé en clase siendo ya profesor, y tuve un compañero, entrado en años, que se fumaba en sus clases un puro y tenía además la delicadeza de arrojar la colilla al suelo. Si las costumbres tienen algo que ver con la moral, es evidente que vamos progresando moralmente.

Sé que no es eso lo que piensan los obispos españoles. Con lo difícil que resulta dejar de fumar, y lo fácil que debe de ser dejar de ser hombre, o de ser mujer, en opinión del obispo de Córdoba. Según el prelado, la Unesco tendría un plan para implantar la ideología de género, cuya consecuencia sería que podríamos cambiar de sexo a nuestro antojo. Sería el asalto definitivo para romper totalmente con Dios, con Dios creador, que nos hizo como nos hizo. ¿Se trataba de un chiste? Espero que no, pues esa noticia alienta mi esperanza. Si en veinte años, como teme monseñor, se va a poder acabar con Dios creador, confío en que me cueste algo menos acabar con ese pequeño dios humeante que ya sólo me crea problemas.

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