Incertidumbre sobre el euro
Lo peor que nos ha traído el año 2010 ha sido, sin duda, que la crisis bancaria hiciese mella en el euro. Antes de cumplir los nueve años, así como quien dice, todavía en la niñez, hemos empezado a cuestionar su futuro. Aquellos economistas que desde un principio, siguiendo los pasos de sus colegas estadounidenses, insistieron en que era inviable una moneda única para países con economías tan diferentes, ensoberbecidos proclaman hoy por doquier el consabido "ya lo decía yo y no me hicieron caso".
Desde sus comienzos, los enemigos del euro provienen de Estados Unidos, muy conscientes de las pérdidas que, de inmediato, llevarían consigo que las transacciones en el mercado europeo dejasen de hacerse en dólares, pero sobre todo de la amenaza que a medio plazo supondría que el euro se convirtiera en moneda de reserva. Desde finales de la II Guerra Mundial, el dólar ha monopolizado esta función, así como el pago de la factura del petróleo, y ambos privilegios en buena parte sustentan la influencia de Estados Unidos en las finanzas internacionales, pero también son la causa de que se haya convertido en uno de los países más endeudados del mundo.
Pese a la hostilidad norteamericana, la moneda única ha mostrado una notable estabilidad
El problema estructural de fondo en la eurozona es que, en vez de acortarse, crecen las diferencias en productividad
Pese a la hostilidad norteamericana, el euro ha mostrado una notable estabilidad, a la vez que, como moneda de reserva, ha conseguido una cuota significativa, en torno al 30%. En abril de 2008 Menzie Chinn (Universidad de Wisconsin) y Jeffrey Frankel (Universidad de Harvard) pronosticaron que en 2015 el euro podría reemplazar al dólar. A pesar de los ataques que la moneda europea ha sufrido este último tiempo, no deja de ser llamativo que su valor, con altos y bajos, se mantenga en relación con el dólar. Si desde hace unos meses se cuestiona el euro y cada vez más gente se pregunta por su futuro, no es debido a la rivalidad de Estados Unidos, que existe desde un principio, sino a factores estructurales de la eurozona que la crisis financiera ha puesto de relieve.
Hace poco le oí decir a un político alemán que el euro no tiene problema alguno, los tienen únicamente los Estados por sus altísimos endeudamientos, como si no hubiera sido la moneda común la que los haya facilitado. Gracias al euro, hemos vivido unos años dorados en los que la Europa del norte, a la cabeza Alemania, aumentaba sin cesar las exportaciones a la eurozona, mientras que la del sur, con una moneda fuerte, una inflación baja e intereses por los suelos, podían subir los salarios, aumentar el consumo -también con el crecimiento fulminante de la inmigración- muy por encima de lo que permitían actividades poco productivas, como la construcción, pero que originaban grandes beneficios.
El problema estructural de fondo en la eurozona es que, en vez de acortarse, crecen las diferencias en la productividad. Ahora bien, las cuestiones que atañen a la productividad son endiabladamente complejas, ya que conciernen al sistema productivo, al educativo, a mentalidades y formas de comportamiento firmemente asentadas, dependiendo, en último término, de una cohesión social que impida se dispare la desigualdad. Como remedio se ha propuesto crear un euro fuerte para los países con mayor productividad, y un segundo, que podría devaluarse, para los que no crecieran al mismo ritmo; pero a nadie se le oculta los problemas, prácticamente insolubles, que llevaría consigo la conversión de un euro al otro.
Nos hallamos ante el dilema de apostar por el euro, poniendo en marcha los controles presupuestarios y la convergencia fiscal imprescindibles, o bien retornar a la maraña de monedas, con todos los costos y riesgos que ya conocemos y que con la globalización no han hecho más que aumentar. Si ponemos en parangón las enormes dificultades y gravísimos peligros que comporta cada una de estas opciones, no solo todos los Gobiernos, sino el sentido común, concluyen que es mucho más difícil y arriesgado dar marcha atrás que seguir avanzando, por arduo que sea, en el proceso de integración económica. Por mi parte me atrevo a pronosticar, si no ocurren catástrofes políticas y naturales con las que siempre hay que contar, que en diez años el euro seguirá existiendo y es la libra esterlina la que habrá desaparecido.
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