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Tribuna:MI CORAZÓN DELATOR
Tribuna
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Muerte de un chamán

Granada, constelación de vegas donde fusilan a los poetas y la historia los digiere y convierte sus calaveras en geodesia, donde los reyes moros pierden los palacios de invierno y de verano y lloran como mujeres y sus madres les regañan igual que a niños que no han hecho los deberes, donde se apagan las más grandes voces del cante flamenco. Enrique Morente muriendo en Granada, y su hija Estrella cantándole al catafalco que se lo lleva. Enrique Morente, muerto en Madrid cuando se defendía del asedio en una camilla, y ya muriendo para siempre en Granada. Seguimos vivos de milagro, maestro. Enrique Morente, chamán nuestro. Gran hechicero del cante flamenco. Los cantaores son chamanes, no hay sino que verlos en el rito funerario de las seguiriyas. La mesa que el clan aporrea con los nudillos para llamar a las puertas del infierno. Los ayes con que el brujo arranca su canto. El babeo, los ba-bas, los bes, los bis, los bos tartamudos con que el cantaor va cayendo en trance. Los ojos cerrados, el gesto solemne, trascendental. Reunidos los hombres en la casa como una tribu en su cabaña de Siberia o del Amazonas. La mesa llena de comida y de bebida, porque así se despide a los muertos desde tiempos de la cueva. La playera, vieja forma del cante, madre de la siguiriya. La playera tiene en su etimología la palabra plañidera, la que llora a los muertos. El flamenco guarda en este hoyo profundo, en este agujero hondo de la seguiriya, orígenes del más allá. De lo primero que hizo el ser humano cuando fue consciente de que estamos vivos de milagro, maestro. La guitarra lenta y siguiriyera al compás del péndulo de Edgar Allan Poe que pasa rozándole a uno con el filo de su hacha. De milagro, maestro. La guitarra y el pozo, eso es el flamenco. Música de chamanes. El clan alrededor de la mesa mira callado al cantaor y llora cuando le escucha, y se arranca la ropa a jirones como en un funeral de oriente, y le jalea para que cante de más lejos, con más eco del mundo de los muertos. Pero el cantaor gesticula lentamente. Separa los brazos como un cristo de mármol sobre las montañas. Entonces silencia el cantaor para escuchar al guitarrista, la lira subterránea de Orfeo. A través de la guitarra habla el temblor de los espíritus. Las cuerdas que los amarran a su mundo de sótanos. ¿Te has reunido ya con los espíritus, maestro? Las tribus gitanas dicen que el muerto duerme y que la familia tiene que ayudarle en su peregrinación sonámbula. Los gitanos antiguos enterraban a los suyos comiendo, bebiendo y con cantos de alegría, y seis semanas más tarde y luego un año después celebraban la pomana, el rito triste en que un vivo de su edad se vestía igual que el difunto y le imitaba en todo. Por eso en el cantaor cuando canta hay esos gestos despaciosos de imitación teatral. Estamos habitados por nuestros antepasados, somos caravanas llenas de sombras, y el chamán va sacando las suyas por la boca en el rito del cante. El muerto lo último que hace en vida es expulsar el alma por la boca, esto es lo que dice la vieja magia de los gitanos. Para cantar flamenco hay que ponerse feo, así es como lo decías tú, maestro. El dedo roto de los chamanes, las manos pintadas, impresas en las paredes del paleolítico con un trozo, una falange que falta. Si por un rato un espíritu protector quiere salir de nosotros nos silba al oído. Es el zumbido de cuando se oye a los muertos. Sale el espíritu por la oreja derecha y retorna por la izquierda. Para tener siempre limpio ese oído, para mantener constantemente esa puerta abierta, la gente de la tribu se dejaba crecer la uña del meñique izquierdo, y luego cuando alguien moría le rompían el dedo y le ataban una moneda con un hilo rojo. El dedo roto de los chamanes de Lascaux, de Altamira, atado al hilo rojo, a la hemorragia interna por la que te has precipitado como quien se arroja a las cataratas de Niágara. Enrique Morente, chamán flamenco, maestro mágico, sales a cantar en el Liceo agarrado a un anillo de gitanos, seguido de un coro ancestral, balbuceante, que va envolviendo tu voz en un murmullo de antepasados, en un confuso trémolo de voces. Es la voz monótona del rito y de la tribu. Maestro, tu último vals ha sido en Barcelona. Actuación constante más allá de la muerte. En el Molino le has brindado, lo vimos todos, unos tientos a otro chamán: que está, pero que no está, pero que sabe que está, así lo has dicho. Y entonces Maragall se ha levantado para agradecerte y responderte que en ese momento está, y que también se acuerda de cuando estabais. Pero ahora, vuelto a pensar, fatalmente repensado con tu espíritu gloriosamente ardiendo en todas partes, silbando tu flamenco a los oídos de los vivos, ahora comprendo que eras tú quien estaba pero que no iba a estar. Estamos vivos de milagro, maestro. Llevamos todos los cementerios andados y seguimos vivos de milagro. Enrique Morente, chamán flamenco. Te ha llamado chamán a tu muerte, en este mismo diario para el que escribo golpeando con los dedos en el rito de la escritura, te ha dicho chamán en tu entierro un chamán del pop, Santiago Auserón. Los ojos pequeños de Enrique Morente como semillas de granada, su pelo de horizonte a horizonte, el metal de su voz templada en el ocaso de los metales nocturnos.

A Enrique Morente llegaré una noche de mano de su amigo, de su hermano chico Lluís Cabrera, que comparte la amistad del maestro como quien pone lo mejor que tiene al que entra en su casa. En el recuerdo hay un hotel con la luz de un bar encendida; pero nosotros nos quedamos afuera. Morente acaba de cantar en el Molino. Todavía está, pero ya no está. Hablamos en pie de flamenco y chamanismo. Antes se ha hablado de muchas otras cosas, y yo quería contarle esto solamente a él. Pensando en él lo había pensado. Pero ya es de madrugada y charlamos apresurados. Entonces quedamos para seguir otro día, sin considerar que para eso se necesita un milagro. Y ahora conversa uno con sus recuerdos, los recuerdos que llevamos por delante como pastores de un rebaño.

Granada, no tengas pena, ha cantado Estrella Morente en el entierro imposible de su padre. Granada, tierra de cuevas y de palacios. Toda Granada lleva ahora el nombre de paseo de los Tristes. Las nieves perpetuas del Mulhacén. Las paredes rojas de la Alhambra. La voz atávica de los chamanes.

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