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Reportaje:LAS COLECCIONES DE EL PAÍS

Alatriste contra la autoridad

Al encontrarse con la parroquia de San Antonio en El Toboso, mientras busca infructuosamente el palacio de Dulcinea, el desengañado don Quijote exclama "Con la iglesia hemos dado, Sancho". La frase no encierra en sí más sentido que el literal, pero, como es bien sabido, se ha hecho tradicional en la forma "Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho", como expresión proverbial de las barreras mentales levantadas por el influjo ideológico del clero y por extensión del obstáculo hallado a un propósito cualquiera en una autoridad difícilmente sorteable, sea o no eclesiástica. En ambos sentidos es aplicable el dicho a la segunda entrega de las aventuras del capitán Alatriste, que pone de nuevo frente al lector a Diego y a sus principales compañeros, como su inseparable Íñigo Balboa, el gran poeta don Francisco de Quevedo (tan hábil con la pluma como con la espada), el teniente de alguaciles Martín Saldaña o el conde de Guadalmedina (fino cortesano y leal amigo); pero también a sus grandes enemigos: el pérfido don Luis de Alquézar, miembro del Consejo de Aragón y secretario real; el fanático Gran Inquisidor fray Emilio Bocanegra, el siniestro espadachín siciliano Gualterio Malatesta y, por supuesto, la bellísima y enigmática Angélica de Alquézar.

Prefiere el héroe de Arturo Pérez-Reverte no tener ni amada ni familia

Precisamente es la mano vengativa de fray Emilio, secundada por don Luis, la que se abate sobre Diego Alatriste por su punto más débil, ese que hace que quienes, como él, viven al filo de una espada, prefieran no tener ni amada ni familia, permitiéndoles, si es preciso, desaparecer una noche sin dejar huella, sin mirar atrás y sin deberle nada a nadie. Pero las cosas son como son, y no como uno desea. Y a Alatriste le ha caído en suerte (deuda inquebrantable de compañerismo entre la gente de armas) hacerse cargo del joven Íñigo, apenas un adolescente, en medio del turbulento discurrir de su existencia. Sus enemigos, mortalmente desairados por la actitud del capitán en el asunto de los dos ingleses, van a intentar vengarse atacándolo por ese su talón de Aquiles. Para ello ponen en marcha la inexorable maquinaria del Tribunal de la Santa Inquisición.

El control de las mentalidades y creencias, y con ellas de las conductas, es una aspiración común a todas las religiones institucionalizadas y a los Estados totalitarios (aunque, desde luego, no solo a unas y a otros). Cuando ambos se juntan, como sucedió en la España que transitaba de la Edad Media a la moderna, la tentación de contar con un aparato que ejerza ese control suele ser demasiado grande como para no caer en ella. Sin embargo, el anclaje religioso de la Inquisición era excesivo para que actuase propiamente de policía política, y cuando lo hizo, como en el caso de Antonio Pérez, el prófugo secretario de Estado de Felipe II, acogido a la protección de los fueros aragoneses, tuvo que ser so capa de herejía. En esto, el Santo Oficio se distingue netamente de sus sucesores de la Edad Contemporánea, desde el Comité de Salud Pública del terror revolucionario francés hasta la Gestapo nazi o la NKVD estalinista. Afortunadamente para los españoles, la Inquisición no tenía los medios humanos ni técnicos para llevar el reinado del terror a los límites de las organizaciones represivas posteriores. Tampoco, todo hay que decirlo, la voluntad, pues la limitación de sus atribuciones y el meticuloso respeto a sus propios procedimientos la diferencian netamente de la absoluta discrecionalidad y arbitrariedad del ulterior terrorismo de Estado. Magro consuelo, en todo caso, para quien, por meros delitos de opinión reales o supuestos, caía entrampado entre sus engranajes, de donde lo máximo que podía esperar era salir con la salud y la hacienda definitivamente quebrantadas.

Así pues, el rigor de la sospecha. La delación cobarde amparada en el silencio. La mano que tira la piedra, con el odio insaciable de la pasión cainita, para ocultarse luego entre las sombras. Las de los rincones más tenebrosos de las iglesias, amparadas por hábitos y sotanas. Contra el trasfondo pintado con tintes tan sombríos se recorta, en la segunda escena del retablo alatristesco, la figura indefensa de Íñigo Balboa, como reo de la Inquisición. Ahora bien, de acuerdo con los cánones del género, en esta ocasión se cumple aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga. Y serán las disposiciones sobre la limpieza de sangre inspiradas por la actitud hacia los conversos judíos y moriscos dimanada de la propia Inquisición la que permita frenar, en el último momento, el golpe fatal. La clave está en uno de los llamados libros verdes, en los cuales se exponían las vinculaciones familiares judaicas de determinados linajes, en especial de la nobleza. Para encontrarla, el mismísimo Quevedo debe emplear toda la influencia de su prestigio y lanzarse a galope tendido hacia el Somontano de Barbastro. Reza un viejo adagio latino que muere dos veces el que es muerto con su propia arma. El fino humanista que era don Francisco habría sabido aplicarlo a la ocasión y apreciar en todo su valor la certera ironía del desenlace.

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