Rosas de madrugada con sello de Pakistán
Medio centenar de bangladesíes y paquistaníes comercian de noche por el centro con su vida en el retrovisor
Una persona vestida con un burka se hizo explotar el sábado en una cola de entrega de alimentos para desplazados de guerra en una ciudad de la región de Banjaur (Pakistán), cerca de la frontera de Afganistán, y mató al menos a 43 ciudadanos.
Esa noche, Nadeem Akram Khokhal cenó un plato de arroz con lentejas en su piso del barrio de Lavapiés (Madrid) y salió a la calle a trabajar. Llevaba 15 gafas de plástico enormes con forma de corazón, 12 sombreros y 10 anillos de luces de colores, aunque le faltaba su artículo preferido, un ramito de rosas artificiales. Tomando una copa en la barra de un bar de la calle de Huertas, una zona de marcha que recorre siete madrugadas a la semana para vender sus productos sin licencia, Akram explicó cómo le afectan los atentados terroristas de su país.
Pagan 45 céntimos por unas gafas de plástico que luego venden a dos euros
Akram no fija el valor de sus rosas: "Amor no tiene precio", bromea
"Cada semana pasa algo, siempre estoy preocupado". Su esposa y su hijo de dos años viven en su ciudad de origen, Lahore, la segunda urbe más poblada de Pakistán con siete millones de habitantes, uno más que la Comunidad de Madrid, y en la que fueron asesinadas 321 personas en 2010, según datos del Portal sobre el Terrorismo en el Sur de Asia (SATP). "Cuando hay una bomba, lo primero que hago es bajar las escaleras, ir al locutorio y llamarlos para saber si están bien".
Akram es un hombre de 37 años, corpulento, con el pelo negro tupido y brillante. Cuenta que su cabello lo sacó indemne de un encuentro con la Policía Municipal: "Una poli me dijo que tenía el pelo bonito y que me lo tenía que peinar con la raya a la izquierda; se lo prometí y me devolvió las cosas". Akram sonríe, con la raya a la derecha.Según la normativa municipal, vender artículos por la calle sin permiso es una falta grave por la que se puede recibir una sanción de 150 a 1.200 euros. Los límites económicos de los infractores, sin embargo, hacen que el Ayuntamiento se conforme con exigirles el mínimo. "Si ya nos cuesta cobrarlas así...", desliza la jefa de servicio de venta ambulante, Pilar Larios. Este año, hasta el 30 de septiembre, la policía se ha incautado de 221.000 objetos de venta ambulante en Madrid, 98.000 en el distrito de Centro, la zona más trillada por manteros africanos, con sus películas, discos, perfumes o prendas de ropa, y asiáticos con flores artificiales o gafas sobrenaturales. Akram lleva nueve meses en Madrid vendiendo artículos por la calle ilegalmente. Le han decomisado dos veces sus productos, según dice, una vez con multa ("más de 100 euros"), otra sin ella.
Tuhin, un bangladesí de 22 años, entra en el bar de la calle de Huertas. Son las once de la noche del día de Navidad. "Ahora no hay gente, hace mucho frío". Saluda al camarero, español, y se sienta en la barra. Entra en la conversación: "A mí me han cogido las cosas cinco veces en dos años". Lleva bolsas cargadas de objetos en la mano y de la cremallera de su chupa de cuero cuelgan varias gafas extraordinarias, con bombillas de colores que parpadean en la oscuridad. Dice que no tiene permiso de residencia y que no consigue otro trabajo. El que tiene no le gusta, pero al menos le parece limpio. "Vender cerveza me parece muy mal, porque soy musulmán".
-Haraam [prohibido, en árabe]- le suelta Akram, sentado a dos banquetas de Tuhin, con una copa de whisky con naranja en la mano y su paquete de tabaco sobre la barra.
-Haraam- afirma Tuhin, sin vacilar.
Comerciando con flores (naturales, de plástico o de tela), gafas y otros artículos que compra en tiendas de chinos o bangladesíes en Lavapiés, a un precio mucho menor que el de venta (unas gafas, por ejemplo, le valen 45 céntimos y las vende a dos o tres euros), Akram gana unos 600 euros al mes, trabajando por cuenta propia de nueve de la noche a cuatro de la madrugada los fines de semana y de nueve a dos entre semana. Le manda 200 euros a su mujer, unas 23.000 rupias (moneda paquistaní), algo más que un sueldo medio en su país.
Akram vivió de 1998 a 2008 en Barcelona, donde residen la mayoría de sus paisanos en España, 5.400, frente a 1.100 en Madrid. No ve a su esposa y a su hijo desde hace dos años. Tiene permiso de residencia. Quiere traer a su familia a la capital, pero para eso necesita tener un contrato de trabajo, presentar los tres últimos meses de una nómina y tener un piso en alquiler a su nombre (ahora comparte apartamento con otros tres paquistaníes). Busca empleo. Mientras no lo encuentra, camina con un ramo de flores por la Puerta del Sol, la plaza de Santa Ana, la plaza Mayor, de parejita en parejita, de botellón en botellón, de bar en bar. "Yo no tengo vergüenza de lo que hago. Tengo valor para buscar la vida de mi familia", afirma.
Tiene un método para su oficio. Regla número uno, "vestir bien, limpio". Dos, "saber español". Tres, pedir permiso con educación: "Buenas noches". Cuatro, decir palabras bonitas: "Tengo una flor para tu chica, para tu reina, para tu niña de ojos". Cinco, no fijar el valor de una rosa de plástico: "Amor no tiene precio". Nadeem Akram le da una calada a su cigarro, vestido con una cazadora negra de piel, pantalones vaqueros azules y zapatillas de cuero negras con cierres de velcro.
Aparece en el bar un español nervioso y asustadizo que también vende cosas por la calle y los pubs, el único vendedor ambulante autóctono de la zona, según dice el camarero. Tiene 40 años, eso es todo. Desaparece en cuestión de segundos. Luego llega Ram, el séptimo avatar del dios Vishnú, según el significado de su nombre en la religión hindú. Es un bangladesí minúsculo de 40 años al que se le entiende una de cada 30 palabras que dice en un español insondable, con una sonrisa constante y las pupilas encandiladas. Lleva cuatro años en Madrid, el primero vendiendo flores por la calle de Huertas y alrededores, los tres últimos, recogiendo copas en el bar. La comunicación se disipa. En seguida, Ram aparece al otro lado de la barra cargando con un cubo de hielos. "Es muy trabajador, se lo ha ganado", dice el camarero español, socio del local.
Los vendedores ambulantes de la zona, "unos 50", según Akram, la mayoría de Bangladesh (en el Ayuntamiento de Madrid hay 3.600 inmigrantes de este país, que limita con el noreste de India), unos pocos de Pakistán, suelen tener un carácter apacible, servicial, aunque parece que eso no los protege de los riesgos de la noche. Akram se agarra una comisura de la boca y la retira hacia atrás para enseñar una muela que no se acaba de distinguir. Asegura que estaba pidiendo cambio en una discoteca y un portero lo sacó afuera, le dio un puñetazo y le partió un diente. Lo ha denunciado, con su número de identificación de extranjero en la mano. No es lo mismo un paquistaní con papeles que sin ellos.
En la barra del fondo del bar hay un chico espigado que no quiere dar su nombre. "Nunca contento; no tengo trabajo ni papeles, y hay gente que no te trata como una persona porque vendes flores". Como los demás de su gremio, lleva su repertorio de gafas colgado de la cremallera de la chaqueta. Gana 200 euros al mes. Pero quiere hablar de otra cosa: "Hay gente que tiene una vida muy difícil en Irak, en Afganistán, en Cachemira. Pensad en ellos. Nosotros aquí podemos vivir". Mira sus palabras escritas en la libreta. Da las gracias. Al salir del bar, aparece de repente detrás. "Oye, por favor. Quiero que apuntes mi nombre. Me llamo Jamal".
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