Nick Clegg, de héroe a Judas
El ajuste presupuestario del Gobierno de coalición británico y el giro a favor de la subida de las tasas universitarias castiga a los liberales-demócratas
La burbuja de Westminster va a cerrar el año con una depresión generalizada que va mucho más allá de la crisis económica o de los violentos disturbios estudiantiles de hace unos días. Los campeones de esa depresión son los liberales-demócratas: hundidos en las encuestas, con Nick Clegg cayendo del papel de héroe pre-electoral a Judas de la política británica -como él mismo ha reconocido en una entrevista a la revista Prospect-, con el veterano Vince Cable humillado por sus propios pecados de bocazas y con el pánico de pensar que en primavera fracase el objetivo primordial de su programa político, la reforma electoral.
Pero, aunque mal de muchos, consuelo de tontos, los liberales no son el único partido con problemas. Los laboristas se han recuperado en las encuestas y hasta hace unos días estaban incluso por delante de los tories, pero siguen preguntándose si eligieron como líder al mejor de los hermanos Miliband. Y los conservadores, que hasta ahora han podido maquillar el descontento por el ajuste gracias al desplome liberal, tienen tensiones internas por las concesiones que han de hacer a sus socios de Gobierno y saben que lo peor de los recortes de gasto está por llegar y que ellos, como responsables principales, acabarán en el ojo del huracán del descontento popular.
No han conseguido que cale el mensaje de que sin ellos el ajuste sería peor
Los liberales-demócratas han sufrido dos oleadas distintas de descontento. La primera fue nada más cerrar el pacto de coalición con el Partido Conservador, un acuerdo que los votantes y militantes más puristas sintieron como una puñalada a sus valores de centro-izquierda, mayoritarios sobre todo entre sus seguidores de las zonas urbanas. Es un descontento con el que Nick Clegg ya contaba y que esperaba ir superando con el tiempo y con el argumento de que ni tenían votos y escaños para gobernar, ni podían mantener al desgastado Partido Laborista en Downing Street, ni podían dejar pasar la oportunidad de moderar el radicalismo conservador de los tories gobernando con ellos, ni, quizás por encima de todo, podían dejar pasar la oportunidad de ejercer el que parece su destino electoral en el mejor de los casos: demostrar que las coaliciones son una forma de gobernar más democrática y tan eficiente como las mayorías absolutas.
Con lo que quizás no contaba Clegg es con la fuerza y la rabia de la segunda oleada de descontento: la desatada por las políticas de ajuste impulsadas por la coalición y, sobre todo, la revuelta estudiantil contra el brutal aumento de las tasas universitarias.
La consecuencia de todo eso es que los sondeos de los últimos días otorgan a los liberales-demócratas una intención de voto de entre el 11% (Ipsos MORI) y el 8% (YouGov), frente al 23% que lograron en las elecciones de mayo pasado. Los conservadores, que obtuvieron entonces el 36,1%, están en los sondeos entre el 38% y el 42%. Y los laboristas (29% en mayo), entre el 39% y el 40%.
¿Por qué están pagando los liberales el ajuste si son los conservadores sus verdaderos impulsores? Porque los tories hicieron del recorte de gastos su bandera electoral y nadie se siente engañado porque lo estén poniendo en práctica, mientras que los liberales defendían un ajuste más escalonado y sus votantes se sienten engañados. En particular los estudiantes, que se creyeron la promesa de los liberales-demócratas de que no solo no aumentarían las matrículas universitarias sino que impulsarían "una alternativa más justa".
A Clegg le van a perseguir durante años dos imágenes de la última campaña: en una muestra ese compromiso sobre las matrículas firmado de puño y letra; en la otra pasea junto al Támesis mientras va pisando octavillas con promesas rotas por los otros partidos y proclama que es hora de votar a un partido, el suyo, capaz de cumplir sus promesas...
El descalabro liberal en los sondeos podría acabar siendo anecdótico si el Gobierno aguanta los cinco años de legislatura, el ajuste acaba sentando las bases de un nuevo ciclo expansivo de la economía y los británicos aprueban la próxima primavera en referéndum la reforma electoral. El problema es que, convertidos en objetivo del voto de castigo, con los tories mayoritariamente en contra de la reforma y los laboristas divididos, las posibilidades de que gane el sí empiezan a parecer muy remotas. En contra del sí juega también el hecho de que la mayoría de los medios son hostiles a las coaliciones y están muy apegados al viejo sistema electoral. Y Clegg parece haberse pasado de rosca en su empeño por demostrar que las coaliciones pueden tomar decisiones tan duras como un Gobierno mayoritario.
El problema añadido para los liberales es que no han conseguido que cale el mensaje de que, sin ellos en el Gobierno, el ajuste sería más salvaje, más directo, con menos consideración por los valores de izquierda. Esa carencia explica en gran medida la metedura de pata del número dos del partido y, hasta las elecciones, el político liberal-demócrata más apreciado por el público: Vince Cable.
Cable se estaba esforzando por convencer a una joven pareja de militantes -que en realidad eran periodistas encubiertos de The Daily Telegraph- de las cosas que los liberales están haciendo en el Gobierno sin que necesariamente sean conocidas por el público. Y puso como ejemplo su propia decisión de declararle la guerra al magnate de prensa Rupert Murdoch. El problema es que un ministro que declara la guerra a un empresario sobre el que ha de decidir si autoriza o no una operación muy delicada no parece exactamente un ministro serio. La peor propaganda que necesitaban en estos momentos los liberales. O la mejor: nunca se sabe en política.
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