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Cumbres sí, cumbres no

A cada cumbre presidencial le persigue siempre un debate donde normalmente lo anecdótico supera a lo histórico. Que tal presidente fue, que tal otro no vino, que el otro se peleó... Y, por supuesto, las Cumbres Iberoamericanas siempre arrastran el debate de porqué no hacerlas cada dos o tres años, razonamiento que suele formularse luego de pasar la lista de asistencia, que -obviamente- siempre registra tres o cuatro ausencias en sus 22 miembros.

En otros tiempos, el tema siempre era Fidel y su llegada espectacular, normalmente precedida del anuncio de un atentado contra su vida que se temía, según indicios secretos. Ahora algo parecido ocurre con Chávez, sus discursos iracundos y su permanente obsesión de enarbolar un arcaico antiyanquismo.

Las reuniones iberoamericanas son muy necesarias. Hasta para procesar diferencias

Pasado el cernidor de esas imágenes folclóricas, la pregunta es el sentido de esas reuniones. Y la respuesta es que una vez por año felizmente se congrega una comunidad internacional, como expresión de una identidad cultural de creciente presencia en el mundo. El idioma español, sin ir más lejos, avanza en Estados Unidos y en Europa como segundo idioma y ya es de por sí una formidable industria cultural. Somos países que hablamos igual, como consecuencia pensamos igual, nos reconocemos en parecidas sensibilidades y más allá de la enriquecedora diversidad que generan la geografía y la historia, nos asumimos como parte de lo mismo. Esta identidad cultural está en la base, a su vez, de una presencia política muy importante. La democratización de España y Portugal, primero, y de América Latina, luego, se singularizó como un relevante hecho histórico; no es casual, por lo mismo, que así lo haya reconocido el G-20 con una representación importante.

Esta circunstancia enriquece a América Latina, que no queda reducida a margen de Occidente sino que luce como actora de una cultura occidental presente en los dos lados del Atlántico. Al mismo tiempo fortalece a una España que integra Europa como cabeza de una civilización y no solo a título de Estado nacional.

De esta ola de aproximación es que resultó la formidable presencia económica de la empresa española en América, inversora primera en muchos países -como Argentina, por ejemplo- e inversora segunda o tercera en el resto. Hoy, con una América Latina creciendo, especialmente en el Sur, España se encuentra ante la evidencia del acierto de la estrategia de expansión de los capitanes de empresa que en su tiempo se resolvieron a asumir nuestro riesgo. Es notorio que los bancos y algunas grandes empresas han encontrado en nuestro hemisferio las ganancias que la crisis europea les negó. Este es un hecho particularmente relevante, como lo es -a la inversa- que la competencia que plantearon en nuestro medio fue fundamental para nuestro proceso de modernización. Y ello reza tanto para la banca como para la telefonía, la energía, la construcción, la editorial, el turismo, la hotelería y hasta la vitivinicultura. Es cierto que algunas de esas empresas han vivido ingratos atropellos sesentistas en Venezuela o Bolivia, pero también han tenido jugosas compensaciones en Brasil, Argentina, Chile, Perú y México.

Todo lo cual nos habla de una entidad real, que ha logrado mayor eficacia para proyectarse desde que se instaló la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB). El plan sobre educación que se aprobó en Mar del Plata es un ejemplo bien concreto de ese esfuerzo, porque cada país identificó sus metas, se encontraron 11 objetivos comunes, se avaló el costo del conjunto que fue de 100.000 millones de dólares en la década y como algunos países carecen de recursos se creó un Fondo que ya arrancó con no despreciables 3.000 millones de donaciones. Si no existiera la Organización Iberoamericana de Educación y la SEGIB no coordinara los esfuerzos y los mandatarios no se comprometieran, nada de esto existiría. Como no existiría un código de seguridad social común que les ha permitido arreglar su vejez a miles de personas que han transitado su vida por nuestro espacio geográfico.

Es verdad que hay demasiadas cumbres y que la burocracia internacional las vive inventando. Las cancillerías deberían hacer algo para detener esa avalancha de megaorganizaciones las más de las veces apenas publicitarias. Este no es el caso y el Rey, que siempre lo ha sentido así, ha resultado fundamental para mantener vivo este espacio. Por cierto, todos los presidentes le han acompañado en ese entusiasmo y basta advertirlo cuando esta es la vez primera que -por razones harto explicables- falta el jefe de Gobierno español. Las cumbres, entonces, no son turismo rentado. Ni una reunión vacía. Incluso son necesarias hasta para procesar diferencias, como ha ocurrido ahora con una condena a Estados Unidos que alentó el presidente ecuatoriano, con apoyo del eje bolivariano, y terminó en la nada por una línea de sensatez que esta vez encabezaron la presidenta argentina y un Lula que vivió su despedida con lágrimas y aplausos, transformado ya en un Pelé de la popularidad política.

Razón por la cual sigo creyendo que más vale seguir como vamos. Y que sería muy frustrante imaginar que quienes hablamos español ni siquiera podamos reunirnos una vez por año en la persona de nuestros mayores apoderados.

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.

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