¿Habrá siempre democracia?
La crisis hace visibles las tendencias de nuestro sistema político. Asfixiado por múltiples restricciones, el poder representativo es crecientemente impotente. Poderes no elegidos democráticamente mandan mucho más
Resulta quimérico pensar en un régimen político perenne, que sobreviva indefinidamente, al margen de cambios sociales y económicos. La democracia, como todas las demás formas políticas que le han precedido, en algún momento dejará de existir y será sustituida por un sistema distinto. ¿Qué puede venir a continuación? ¿Cómo se tomarán las decisiones colectivas? ¿Quién decidirá?
La pregunta puede parecer de imposible respuesta. ¿Acaso alguien puede osar saber lo que sucederá en el largo plazo? Probablemente no. Sin embargo, la mera especulación sobre ese futuro incierto nos obliga a plantearnos cuestiones difíciles sobre el presente democrático. La crisis económica en la que nos encontramos nos da algunas pistas de por dónde puede evolucionar la democracia en el futuro. La crisis, en cierto sentido, ha hecho visibles algunas tendencias subterráneas que determinarán el sino de nuestro sistema político.
Mercados, agencias de calificación, tribunales constitucionales y bancos centrales llevan las riendas
A los gobernantes se les felicita cuando traicionan a sus electores y obedecen a los poderes económicos
Creo que las democracias desarrolladas que conocemos, las llamadas democracias liberales, se construyen sobre dos principios complementarios. Por un lado, el principio de igualdad política, en virtud del cual todos los ciudadanos, con independencia de su género, edad, etnia, riqueza, educación, etcétera, tienen el mismo derecho a participar en la vida política. Nadie puede ser discriminado por alguno de los motivos mencionados. La libertad de expresión, la libertad de reunión y el derecho de voto son manifestaciones claras del principio de igualdad.
Por otro lado, el principio de autogobierno, que establece que las decisiones colectivas han de tomarse en función de las preferencias de los ciudadanos y no en función del criterio de los sabios, los aristócratas, la divinidad o los poderosos. Teniendo en cuenta que los ciudadanos, casi siempre, se encuentran divididos y tienen ideas distintas sobre lo que debe hacerse, se recurre a la regla de mayoría, que es la regla que minimiza el número de gente que está en desacuerdo con la decisión adoptada. La cuestión es que, haya mayor o menor división en el seno de la sociedad, la decisión colectiva final se tome de acuerdo con lo que la gente piensa.
Ninguno de estos dos principios por separado, ya sea el de igualdad o el de autogobierno, es suficiente para justificar la democracia. El principio de igualdad, por ejemplo, es compatible con un sistema político en el que los cargos públicos se repartan por lotería o en el que se llegue a gobernante mediante oposición. Por su parte, el principio de autogobierno no requiere elecciones, siempre y cuando el gobernante actúe de acuerdo con los deseos de sus ciudadanos. La democracia es fruto del hermanamiento entre ambos principios: si todos los ciudadanos son iguales políticamente y las decisiones colectivas se toman en función de las preferencias individuales, lo que resulta son las democracias liberales de nuestro tiempo.
Pues bien, creo que la tendencia de nuestra época, agravada durante la crisis económica, consiste en ir abandonando paulatinamente el principio del autogobierno. Mientras que los derechos que garantizan la igualdad política se mantienen estables y tienen una solidez envidiable, las decisiones de los representantes políticos cada vez guardan una conexión más lejana con las preferencias individuales de los ciudadanos.
Esto no se debe necesariamente a que los políticos traicionen a sus electores. Más bien es consecuencia de la cantidad asfixiante de restricciones a las que está sujeto el poder representativo. Son tantas las limitaciones legales y materiales de los Gobiernos, que estos cada vez tienen menor capacidad para gobernar y llevar a cabo las promesas electorales por las que fueron elegidos.
Así, los Gobiernos han de actuar dentro de los estrechos márgenes que les dejan los tribunales constitucionales, los bancos centrales independientes, las agencias reguladoras y las instituciones supranacionales a las que deben obediencia. Y han de responder además a las presiones materiales de los mercados y los poderes económicos. En estos momentos de crisis, por ejemplo, los gobernantes de los países democráticos parecen contentarse con no ahogarse en la tormenta financiera, sacando la cabeza por encima del agua, pero sin conciencia de la dirección en la que les empuja la tempestad.
Es muy preocupante que en la esfera pública vaya cundiendo la impresión de que el buen gobernante, el hombre de Estado, es aquel que abandona los compromisos adquiridos con la ciudadanía y adopta, por "responsabilidad", medidas impopulares. Parece como si el certificado de buena conducta del gobernante se expidiera en función del grado de impopularidad de la política llevada a cabo.
La crisis nos señala, de forma muy cruda, cuál es la tendencia dominante: una desconfianza creciente hacia el poder representativo en beneficio de instituciones y centros de poder sin legitimación democrática. El principio de que las decisiones colectivas sean fruto de las preferencias ciudadanas está en franca retirada. El peso de los expertos y de instancias de poder no representativo, el prestigio de las decisiones impopulares y la desconfianza hacia los políticos ponen en serios aprietos el ideal del autogobierno.
Como en esas novelas de ciencia ficción que, pese a situarse en mundos remotos y lejanos en el tiempo, terminan aludiendo a nuestra condición presente, cabe imaginar un futuro en el que la democracia haya evolucionado hacia un sistema caracterizado por el respeto a los derechos fundamentales de las personas y por el mantenimiento de ámbitos de libertad importantes. Una vez que se disfruta de la libertad, es poco probable que se renuncie a un bien tan preciado. La libertad es una conquista irrenunciable e irreversible. Pero en este mundo por venir, la libertad de cada uno no podrá apenas utilizarse para definir proyectos colectivos que se lleven a la práctica. Seguirá habiendo libertad de opinión, más incluso que antes si cabe, pero sin la posibilidad de que las opiniones de la gente sean el criterio a seguir en la toma de decisiones políticas.
No cabe descartar entonces que los Gobiernos dejen de ser representativos en algún momento. Eso no quiere decir que vayan a actuar siempre al margen del sentir mayoritario de la sociedad, pero si atienden a las demandas ciudadanas será en todo caso por cálculo o conveniencia, no porque el sistema político se construya en torno al principio de que las decisiones colectivas estén determinadas por las preferencias individuales. Con seguridad seguirán existiendo medios de comunicación libres, grupos de presión y toda clase de asociaciones, pero quizá no partidos políticos. En la hipótesis más favorable, se mantendrían las elecciones, pero los candidatos y sus plataformas de apoyo tratarían de destacar sobre sus rivales únicamente por su capacidad de gestión y no por sus diferencias ideológicas. Y si la integración supranacional continúa, la relación entre la ciudadanía y los decisores será cada vez más débil, como ya se aprecia en el funcionamiento de la Unión Europea.
El principio liberal seguirá ganando peso frente al principio democrático. Habrá, por tanto, algo parecido a un Estado de derecho, a escala supranacional probablemente, que garantice tanto los derechos individuales como el entramado institucional que requiere una economía capitalista global. En ese marco, la gente tendrá capacidad de influencia sobre todo en el ámbito local, donde podrían desarrollarse prácticas democráticas más puras que las que conocemos actualmente, pero sin que los cambios locales puedan en todo caso extenderse más allá, derivando en cambios sociales de mayor alcance.
El futuro que nos aguarda no creo que pase por Gobiernos despóticos o autoritarios. Sí, en cambio, por formas de dominación difusas y tecnocráticas, compatibles con el ejercicio de la libertad individual. Sería el triunfo del liberalismo, que siempre ha mantenido una relación incómoda y tensa con el principio democrático.
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de Más democracia, menos liberalismo (Katz).
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