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Columna
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Carne de misil

A mucha gente le da miedo volar, no por el vértigo de andar por los aires, que al fin y al cabo es uno de los sueños más recurrentes o de las ambiciones más eternas del ser humano, sino porque dentro de un avión tiene la impresión de estar, más que en ningún otro medio de transporte, "vendido", en las manos o a merced de otro. Y el argumento se sostiene, porque es evidente que durante el vuelo la pérdida de control sobre la situación o, si se prefiere, la delegación de poderes es, para el pasajero, total.

Esa vulnerabilidad del pasajero debería rodear los viajes en avión, en todas sus fases, desde la facturación a la salida por la puerta de destino, debería rodearlos de atenciones y delicadezas, por pura simpatía con lo humano. Pero la realidad es que, mayormente, los viajes en avión están rodeados de incomodidad y brusquedades en casi todas sus fases, sobre todo las terrestres. Será porque el avión es signo de progreso y lo que así se llama, en estos tiempos, tiene más que ver con instalar relaciones de poder que de empatía.

El hecho es que los aeropuertos se están convirtiendo en lugares desagradables, donde te ves obligado a hacer cosas que en cualquier otro sitio parecerían no sólo disparatadas, sino extremadamente inquietantes. Y, además, el ritmo y el tono con que se te "invita" a cumplirlas suelen ser, en el mejor de los casos, maquinales; en el peor, abiertamente desconsiderados. Y todo se supone que para garantizar tu seguridad, para evitarte el trance de un secuestro aéreo o peor.

No sé qué probabilidades tenemos de ser secuestrados en el aire por algún desalmado; lo que sí sé es que, a diario, son secuestradas en los aeropuertos porciones más o menos significativas de nuestra dignidad personal, de nuestra calidad de ciudadanos, y ello de una manera rutinaria ya, banalizada, como si no fuera grave, por ejemplo, ser tratado como un eventual sospechoso siempre, es decir, como un presunto inocente nunca. O como si esa extrema dependencia que como viajeros tenemos en el aire, pudiese extenderse a la tierra y a la idea de que estar "vendido" arriba implica estarlo abajo, aceptar convertirnos, incluso cuando tenemos los pies en el suelo, en muñecos de trapo a los que se puede, según conviene, zarandear, sumir en la desinformación o en interminables esperas sin signos, inmovilizar.

A mí, la verdad, veo en lo sucedido estos últimos días con el plante salvaje de los controladores -y también, aunque en distinto registro, con la inoportunidad decreto-temporal del Gobierno, que ha decidido tensar esa cuerda laboral precisamente en vísperas de uno de los puentes del año que más gente moviliza- un ejemplo extraordinario y a tamaño natural de lo que, en más ordinario y a escala, tan a menudo nos sucede a los pasajeros aéreos, que nos vemos de pronto convertidos en cobayas, rehenes, campos de batalla, carne de cañón, aunque tal vez sea más apropiado decir carne de misil tierra-aire.

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