Madrid también es 'Biutiful'
Pegados a las paredes de la plaza Mayor se levantan estos meses de otoño huérfano unas vergonzantes urbanizaciones de cartón ordenadas en fila junto a las oficinas del Ayuntamiento. Dentro, en centímetros cuadrados de dignidad arrugada y sujeta por cuerdas, duermen mendigos, familias, desheredados a expensas del frío, ajenos a las luces y los adornos navideños. A la misma hora que ellos descansan atados a sus mantas y a los pocos enseres que les quedan, un batallón de hambrientos hace cola entre los cubos de basura de los supermercados para recoger deshechos y productos caducados con que dar de comer a los suyos.
Por las cloacas de esta ciudad más indigente que hace tres años, más pobre, más desconcertada, trabajan multitud de esclavos a los que nadie sabe dar nombre. Duermen apiñados junto a los talleres de los polígonos donde se mezclan sus colores formando un crisol mestizo de rostros y pieles negras, amarillas, pálidas y de color café. Una identidad difusa, superviviente y calada hasta los huesos.
Es el mundo que el mexicano Alejandro González Iñárritu ha descrito en su última película. Lo ha hecho en Barcelona. Pero perfectamente lo podría haber rodado en Madrid. Esta ciudad también es Biutiful. Un símbolo de la era global, donde, como cacarean muchos, todo es diferente. Cierto. Todo, absolutamente todo, menos la miseria, que no cambia.
Iñárritu nos la muestra. Este autor, este poeta ha vuelto a parir una obra bella, compleja, cruda y emocionante. Su universo y sus estructuras de cine viajante y en movimiento, la dinámica de desesperación nómada de Babel, queda quieta en Biutiful, detenida en una urbe europea y en torno a un personaje central: ese Uxbal misterioso y entregado, piadoso y trapichero que encarna Javier Bardem.
Lo que cuenta Biutiful es un vía crucis contemporáneo. La búsqueda de la dignidad previa a la muerte por las calles oscuras, grises y sin luz mediterránea de Barcelona. Y su camino de redención, tortuoso y plagado de dolor, nos hipnotiza, nos acongoja, nos devasta con sus caídas y sus escasos instantes de felicidad pasajera.
Por él transitan chinos explotados a destajo en talleres donde carcome la humedad, negros traficantes que se lo juegan todo en la calle, policías corruptos, niños desconcertados por una demasiado temprana espada de Damocles... La vida y la muerte. La vida al otro lado de la muerte y la muerte ambulante que acecha por las aceras de la vida. Varias dimensiones son las que se cruzan dentro de la mirada poderosa de Uxbal y todas nos las cuenta Bardem con la fuerza proverbial de su rostro.
Cuando apareció hace 10 años en Cannes Amores perros, este que lo firma comprobó que Buñuel seguía vivo. Iñárritu conmocionó aquel festival fuera de concurso y desde entonces no ha cedido ni ha hecho concesiones a nada. Le han cortejado en Hollywood. Se ha peleado con quien compartía la autoría de sus tres películas anteriores -el guionista Guillermo Arriaga-, pero no ha abandonado su compromiso con las angustias contemporáneas, con el mundo que le ha tocado vivir.
Retrata nuestras obsesiones, nuestra desnudez, nuestra miseria y nuestro miedo a escala global: por las calles de Tokio, en las azoteas de México DF, entre los desiertos que explotan la inmigración a costa de vidas truncadas en la frontera del norte, por el Raval, en la pedregosa intemperie del Magreb. Pocos, muy pocos conservan hoy un discurso tan coherente, tan rico, tan ambicioso en el cine moderno. Su obra habla todas las lenguas a la vez, fotografía rostros descuartizados por la falta de esperanza, vibra, ríe, llora, muere, vive en otro mundo, al otro lado de la línea y los espejos, más allá, en las fronteras atravesadas con el pasaporte de su cámara, la herramienta que desnuda y plagada de verdades hirientes conmociona el alma castigada y atónita de todos nosotros.
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