Un genio en la estricta soledad
¿Cuántos intérpretes requiere Owen Pallett para trasladar al escenario una música tan sofisticada como la suya? La respuesta es solo el primer argumento para sentirse fascinado por este canadiense de 31 años y posibilidades inabarcables: él y nadie más que él, sin asistentes, escuderos, red de seguridad, trampa ni cartón. Su violín ubicuo, un sencillo teclado, una pedalera para multiplicar y superponer los sonidos en bucles majestuosos y esa voz suya, limpia y a la vez trágica, como de ópera popular y posmoderna. O los catarros decembrinos mucho nos nublan las entendederas o el jovenzuelo que anoche embobó a la audiencia de la Sala Heineken bordea los parámetros mismos de la genialidad.
Menudo, pecoso, de maneras tímidas, la mirada parcialmente velada por el flequillo y una chaqueta gris de mozalbete modosito. Pallett termina haciéndose adorable hasta por su porte escénico, de fragilidad equívoca. Y capaz de permitirse algún gesto presumido sin incurrir en la petulancia. "Esta sala tiene demasiada reverberación, pero quizá no deba preocuparme tanto por la calidad de mi música", se disculpó tras una absorbente interpretación de Belongs to the dead que a él, y solo a él, no dejó del todo satisfecho.
El rubito de Toronto hermana el violín infinito de Andrew Bird con la intensidad emocional de Rufus Wainwright y la imaginación nunca predecible de Sufjan Stevens. Es a un tiempo clásico y electrónico, circunspecto y expansivo, perfectamente accesible tras ese primer marchamo de poética complejidad. Fueron 75 minutos de absoluto embeleso, de estupefacción admirada entre esos casi 400 asistentes que enfilaron la noche sin apenas fuerzas de articular palabra.
Exhibición virtuosa
"No, no tengo ningún guitarrista escondido", se guaseaba Pallett, divertido ante el impacto de su exhibición virtuosa, de su talento infrecuente. Actúa en calcetines, para accionar con mayor precisión su colección de pedales, y en cada nueva pieza es capaz de desencadenar cuartetos completos de cuerda, pizzicatos vertiginosos, percusiones todavía pendientes de catalogación, compases irregulares, acentuaciones mágicas.
En He poos clouds -el título de su segundo disco, cuando aún prefería llamarse Final Fantasy- desarrolla un dramatismo cercano a Kurt Weill, mientras que Odessa enfila el camino de una electrónica hipnótica y bailable. Pero sus piedras angulares son las superlativas This is the dream of win and regine y la homoerótica Lewis takes off his shirt. En efecto, Owen es, sin aspavientos, un motivo de legítimo orgullo.
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