Dignidad
Cuando Mario Monicelli visitó el Festival de San Sebastián hace dos años era un anciano de aspecto noble, mirada viva y penetrante, lúcido, curioso, también algo altivo, aunque puede que esto se debiera a su sordera. Es una gran tristeza que se nos haya ido él también, y un horror que para acabar con los dolores del cáncer que estaba sufriendo Monicelli haya tenido que tirarse por la ventana de un quinto piso, estando, como estaba, en un hospital en el que se supone que debían aliviarle. ¿No tenían paliativos para ayudarle? ¿Son esas la normas de este Gobierno italiano, dejar que los enfermos se suiciden brutalmente en vez de auxiliarles? Imaginarse a un anciano de 95 años, desesperado, trepando de mala manera a una ventana para arrojarse al vacío para cortar con ello definitivamente su sufrimiento, es estremecedor.
Monicelli metió el dedo en las llagas del país combinando crítica y risa amable
Monicelli había realizado buena parte de aquel cine italiano de posguerra que metía el dedo en las llagas del país combinando la crítica áspera con la risa amable, retratando en sus películas a una Italia pícara, en cierto modo inocente, pero a veces cruel o moralmente paupérrima. La fustigó con ironía inteligente y también con bondad, y esa Italia le ha pagado aplicándole con ira las razones de sus críticas, como un bumerán. Arréglatelas y muérete solo porque nadie te va a ayudar.
Hace cinco años el cine italiano premiaba Mar adentro como la mejor película del año, y hace solo uno se desató una fuerte polémica por el caso de una mujer en estado vegetativo durante 17 años cuyo padre por fin permitió que se le desconectara suavemente de la vida. ¿Cuántas películas hacen falta, cuantos escándalos hay que provocar para que de una vez por todas se nos permita morir en paz? ¿Cómo es posible que Monicelli y quién sabe cuántos otros hayan tenido que tirarse por las ventanas para morir dignamente? Qué pena, maestro.
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