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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Bienvenido, señor Gatsby

Manuel Rodríguez Rivero

Lo que convierte un libro en clásico, tal como creía Italo Calvino, es su "resonancia" o, dicho de otro modo, su capacidad para conectar con el espíritu (incluyendo ansiedades, anhelos y frustraciones) de épocas posteriores a la suya. Posteriores, pero no necesaria y radicalmente diferentes. Ese "efecto de resonancia", para el que la continuidad cultural es más eficaz que el tiempo transcurrido entre la aparición de la obra y sus lectores del futuro, es lo que puede explicar el espectacular redescubrimiento de El gran Gatsby en los Estados Unidos de hoy, donde, como sucedía simbólicamente en la historia de Scott Fitzgerald, la fiesta ha terminado súbitamente, las luces se han apagado, y ha llegado el momento de mirar hacia atrás y comprender qué es lo que, realmente, ha sucedido.

En la Norteamérica de 2010, el "redescubrimiento" de la novela de Scott Fitzgerald tiene algo de examen de conciencia

Y lo que ha sucedido es, una vez más, otro estupefacto y traumático despertar colectivo de ese sueño americano que, periódicamente, acaba en pesadilla. Lejos queda la burbuja dorada de las sub prime y el dinero fácil de los préstamos bancarios tóxicos e indiscriminados, instrumentos contemporáneos de ese sueño recurrente que parecían señalar -como antes del crash de 1929 lo había hecho el torbellino de la especulación bursátil- el vertiginoso tobogán hacia una riqueza que estaba ahí mismo, al alcance de cualquiera que realmente quisiera alcanzarla. Tonto el último.

No es que el El gran Gatsby se encontrara en el purgatorio de los libros (temporalmente) olvidados. Al contrario. Publicada en 1925, la tercera novela de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) recibió los parabienes de la crítica mucho antes de convertirse en éxito de ventas y entrar a formar parte del canon literario de la nación. De hecho, el verdadero reconocimiento popular no le llegó hasta finales de los años cuarenta, después de que el servicio de publicaciones del ejército (cuyo lema era "los libros son armas en la guerra de ideas") lo incluyera en su programa de lecturas para la tropa y distribuyera más de 150.000 copias entre los combatientes en la II Guerra Mundial.

Con la llegada de la paz, la novela entró a formar parte destacada -igual que lo haría más tarde Matar un ruiseñor (1960), de Harper Lee- de la lista de obras de lectura obligatoria en los programas de literatura y ciencias sociales de enseñanza secundaria, lo que convierte a El gran Gatsby en uno de los libros mejor conocidos (y más subrayados) por varias generaciones de estadounidenses. Esa familiaridad doméstica con la novela es lo que hace aún más sorprendente el renovado interés que suscita, manifestado, por ejemplo, en el gran éxito de público y crítica obtenido por la nueva adaptación puesta en escena en Broadway (y en la que se realiza una lectura de la totalidad del texto que dura siete horas) o en la expectación y despliegue mediático con que ha sido recibido el anuncio del próximo rodaje de una nueva versión cinematográfica (sería la séptima), esta vez con Leonardo DiCaprio y Carey Mulligan interpretando respectivamente al enigmático Jay Gatsby y la veleidosa Daisy Buchanan.

Gatsby, el nuevo rico con fortuna de oscura procedencia, es la mejor encarnación literaria de aquel avatar del sueño americano de los roaring twenties que acabó abruptamente en 1929. Un emprendedor desclasado, de la estirpe de los ególatras románticos, convencido de que ningún obstáculo -comenzando por sus orígenes de clase- le impediría ser como los ricos a los que anhelaba parecerse: "Creía", resume el narrador Nick Carraway en las últimas líneas de esta bella y tristísima historia, "en el orgiástico futuro que año tras año retrocede ante nosotros". Un espejismo tan potente que a menudo arrastra incluso a los que lo provocan. En la Norteamérica de 2010, el repentino "redescubrimiento" de El gran Gatsby tiene algo de examen de conciencia.

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