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ISLAS INVISIBLES | Escrituras

El planeta de agua

Rafael Argullol

En nuestros días tenemos, al parecer, poco tiempo para los espectros, sea porque nuestra memoria es frágil, o sea porque nos creamos cabalgando un presente desbocado desde el que sería peligroso mirar hacia atrás. Sin embargo, lo queramos o no, los espectros serán siempre nuestros compañeros inseparables. Shakespeare lo advirtió claramente al contarnos que no se podía llegar al fondo de las pasiones humanas sin la compañía de las presencias espectrales: Hamlet con el fantasma de su padre; Lady Hamlet, con los de sus víctimas. Mucho antes, en la Ilíada, Homero, para expresar el dolor de una amistad quebrada por la muerte, hace que Aquiles abrace en vano el espectro de su querido Patroclo, una sombra sin cuerpo llegada del Hades para ser tocada sólo con los sutiles sentidos de la memoria.

Creo que los antiguos griegos tenían, entre otras, esta ventaja sobre nosotros: no esperaban nada del más allá, al contrario de lo que nos enseñó el cristianismo, pero tampoco lo contemplaban con la indiferencia que nos exige el utilitarismo moderno. Su más allá, su Hades, era una patria de sombras que, si bien permanecían ya al margen del magma de la vida, podían ser convocadas por los vivos en forma de recuerdos, de evocaciones, de presentimientos y, por qué no, de emociones que la memoria impulsaba a renacer. Eso en definitiva eran -y son- los espectros que se aparecían en los sueños, en su versión más indómita, o en los propios pensamientos. Los muertos eran necesarios para los vivos y es posible que, en buena medida, la maravillosa imaginación incrustada en los mitos helénicos sea la consecuencia fecundísima de aquella necesidad: el Hades, el lugar de exilio de las sombras humanas, era una suerte de espejos en los que se reflejaban misteriosamente los afanes de los seres vivos.

Se me ocurrió que esto podía ser así, no leyendo a Homero o Shakespeare, sino viendo de nuevo la película de Andrei Tarkoviski Solaris. La primera vez que la vi, hace mucho tiempo, me resultó inquietante pero como detesto las películas de ciencia ficción -salvo 2001 Odisea en el espacio y Blade Runner- no di demasiadas vueltas al asunto. Luego, pasados los años, cayó en mis manos el relato de Stalisnaw Lem en el que se había basado, no sin grandes problemas de adaptación, Tarkovski para su película. La narración de Lem es una pequeña obra maestra de la literatura de la espera, en la línea de Kafka o, todavía más, de Beckett. Durante años los astronautas de la estación solar Solaris acechan cualquier indicio que pueda originarse en el planeta del mismo nombre, descubierto, en la ficción, 100 años atrás. El planeta Solaris gravita alrededor de dos soles, uno rojo y otro azul, y está enteramente cubierto por un océano.

A lo largo de la espera los astronautas realizan todo tipo de experimentos para arrancar el secreto del planeta de agua con la misma fascinación con que los viejos racionalistas, reacios a aceptar las prevenciones de los iniciados, querían rasgar el velo que cubría el rostro de la diosa Isis. Solaris es sometido a radiaciones en busca de su materia íntima pero, paradójicamente, lo que acaba aflorando es de índole espiritual. Es verdad que el planeta de agua envía finalmente no sólo mensajes sino "visitantes" que conviven con los solitarios astronautas; sin embargo, estos "visitantes", como el padre de Hamlet para éste o como Patroclo para Aquiles, son conglomerados de recuerdos, culpas o pasiones aparentemente desvanecidas. Son espectros.

Al contemplar por segunda vez la película de Tarkovski me di cuenta de que es precisamente el territorio de las pasiones espectrales el que más interesa al cineasta ruso, quien reconstruye una delicada historia de amor entre el protagonista, Chris Kelvin, y su mujer, Harey, muerta, suicidada, una década antes. Es una extraña historia de amor, de las más singulares que haya ofrecido el cine. Si Hamlet recibe la visita de su padre en las almenas del castillo danés como recordatorio de una venganza incumplida, y Aquiles la de Patroclo en los campos troyanos como testimonio de una amistad que desafía a la muerte, Harey resucita para Kelvin con el propósito de sellar un amor inmortal aunque, desde luego, no inocente pues arrastra tras de sí tanto la dicha como la desdicha. Y así el planeta del agua, Solaris, obsesionantemente espiado durante años por los habitantes de la nave espacial, acaba teniendo una naturaleza sorprendente y turbadora: es algo así como el amplificador de la conciencia humana, que devuelve como vivo lo que erróneamente se considera desaparecido para siempre.

Ésa -no dar miedo, como en las malas películas- es la función de los espectros. Son los mediadores entre la muerte y la vida. Para sus correrías los hombres formularon los mitos y, por supuesto, también el arte que, en última instancia, tiene la misma misión que el planeta de agua: hacer soportable la espera y enviar inesperados huéspedes de vez en cuando.

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Es cierto que todo esto se ve más claro en una fecha tan señalada como la del Día de Difuntos. Me acuerdo de que una vez, de niño, le pregunté a mi tía abuela, quien quería que la acompañara al cementerio, para qué servían los muertos, una pregunta, por otro lado, muy propia de nuestro presente. La mujer, fuera porque era medio sorda, fuera porque era realmente hermética, tenía fama de dar respuestas crípticas, algo así como una heredera de la pitonisa de Delfos. Contestó, más o menos: los muertos sirven para que los vivos vivan. Supongo que entonces me sonó a galimatías. ¡Pero tenía razón!

FREDERIC AMAT

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