_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Rambleando', que es pasado

No he subido nunca a la Torre Eiffel, pero confieso un paseo en bateau-mouche para ver la silueta parisiense de ribera. Los turistas somos siempre predecibles, porque un tercio de la actividad específica es simplemente mirar. Los turistas van allá donde hay cosas que mirar, unas cosas que los autóctonos tienen como experiencia sabida y, por tanto, desechable. Eso hace que los turistas impongan a las ciudades unos circuitos propios, llenos de artificio, de los que prescinden los aborígenes como se prescinde de la peste: con un poco de asco. Solo ciudades muy poco turísticas, como Buenos Aires, o muy potentes, como Nueva York, donde todo es mirable, se salvan de los circuitos turísticos: los visitantes se integran en los ritmos habituales de la ciudadanía y resultan ciudades muy sexis, precisamente porque dan sensación de inmediata intimidad. En general, el turista se conforma con menos, con ir siguiendo las instrucciones de la guía por la ruta plagada de semejantes para poder decir, por ejemplo, "estuve allí y no hay para tanto".

Había terreno suficiente para dejar de violentar la debida misericordia para con los animales sin vulnerar la tradición

Viene esto a cuento por la intención municipal de pacificar La Rambla para devolverla a los barceloneses. Yo fui, hace décadas, de los que conjugabámos el verbo ramblear, pero ahora ya no. ¿Qué íbamos a buscar a La Rambla? Una experiencia. Era un paseo amable hacia la humedad del mar, se podía parar a tomar una cerveza sin tener la sensación de que te estaban atracando (metafóricamente o no) y, más que nada, se encontraba gente conocida. La cosa, ya se ve, era un poco pueblerina, propia de la ciudad preolímpica, unos tiempos que afortunadamente ya han pasado. El problema es que también ha pasado La Rambla. La razón es sencilla: cuando los turistas hacen masa crítica en un espacio ciudadano, todo lo que gravita en ese espacio gira hacia el turista. Hasta que el indígena descubre que ya no tiene nada que hacer ahí.

Pero había una cosa que el barcelonés podía hacer en La Rambla y el turista no. Era comprar un pajarito, o una tortuga, o un patito. Era una tradición muy antigua y debido a ella ese tramo se llamaba Rambla dels Ocells. Es curioso comprobar con qué indiferencia este Ayuntamiento se carga las señas de identidad de la ciudad. Los puestos, sin embargo, eran crueles: pues se arreglan los puestos. Se prohíbe la venta de mamíferos por pequeños que sean; se reduce la cantidad de pájaros para que estén más cómodos; se los protege del frío y del ruido. En fin, había terreno suficiente para dejar de violentar la debida misericordia para con los animales sin vulnerar la tradición. Pero no: se ha decidido cambiar los pajaritos por puestos de alimentos y otros menesteres indefectiblemente turísticos. ¿Qué barcelonés iría hoy a tomar un helado a La Rambla?

Peor aún: ¡uno de los quioscos vende marionetas de esas que inundan Praga, pero con camiseta del Barça! Y otro alberga la información al visitante. ¿Eso es devolver La Rambla al barcelonés? Encima, los quioscos son de un diseño horrendo, porque parecen hechos de chapa, como algunas churrerías que se las dan de modernas. Es un material que niega la calidez que algún día tuvo La Rambla; choca, distorsiona. Según este Ayuntamiento que todo lo sabe y todo lo dirige, hay que obligar al barcelonés a comportarse como un turista para que vuelva a La Rambla, algo que un autóctono no hace, excepto en esa ocasión fulgurante en que se decide mostrar las joyas urbanas al primogénito (con el segundo hijo, la tradición se salta).

Todas las ciudades turísticas sacrifican una parte de ellas mismas, y suele ser la más característica, al negocio de recibir visitas. Nosotros entregamos La Rambla. No tiene remedio. Es una contradicción saludar la retransmisión universal desde el fascinante interior de la Sagrada Familia y pretender que los turistas que hacen cola ante la mole gaudiniana no vayan después a extasiarse con una Rambla que aspira a ser patrimonio de la humanidad. Con sus camisetas del Barça, sus estatuas, sus carteristas, sus sombreros mexicanos, sus orines, sus quioscos con más imanes que diarios, en fin, con toda la parafernalia que la convierte en una calle turística, artificial, antipática y hasta peligrosa: una calle de la humanidad entera, nunca mejor dicho.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Patricia Gabancho es periodista

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_