Lo imposible
El autor de aquel famoso eslogan del Mayo francés que decía "Sed realistas, pedid lo imposible" fue Raúl Escari. Le vi a Raúl este verano en Buenos Aires y, tras una agitada conversación, terminó por recomendarme, sin duda irónicamente, un libro de Michio Kaku, Física de lo imposible (Debate), que, según dijo, ilustra cómo ha pasado el tiempo, 40 años, desde la Revolución, y cómo ya no hay que pedir lo imposible, lo tenemos simplemente aquí, a la vuelta de la esquina. Claro está que tenerlo aquí ha dejado pulverizada la materia tierna de nuestros sueños de antes. Ahora lo imposible ha ampliado su espectro y, según pasan los años, en lugar de aspirar a grandes conquistas sociales (concebíamos, por ejemplo, un mundo utópico, ya no sin edad de jubilación, sino directamente sin nadie obligado a trabajar), se centra en cuestiones ligadas a la panacea electrónica, a la gran lámpara de Aladino de la alta tecnología. Ahora el mundo de lo imposible se pregunta si algún día podremos desplazarnos a un lugar en un instante (quizás parpadeando, haciendo funcionar uno de los chips que llevaremos incorporados), crear máquinas de movimiento perpetuo, leer el pensamiento ajeno (en Utah han leído ya en las ondas cerebrales de más de un paciente), viajar en el tiempo, ser invisibles.
Los zumbidos de euforia tecnológica hacen caer a Kaku en el universo idílico de la lámpara de Aladino
Estábamos en la terraza de La Biela, en la Recoleta. El día era nítido, sin nubes, con vocación de visible. "Deberías escanear tu ropa. Puede que te estén espiando, que lleves nanosondas", dijo Raúl, queriendo seguramente mostrarme que sigue siendo una autoridad en el tema de lo imposible, pero en cualquier caso advirtiéndome de algo nada descabellado. ¿O acaso hemos de considerar inverosímil que civilizaciones avanzadas, que dominan la Nanotecnología -ciencia del control y manipulación de la materia a una escala menor que un micrómetro-, hayan enviado ya a la Tierra robots de tamaño molecular y nosotros ni nos hayamos enterado?
"Creo que las nanosondas son un método de indagación mucho más práctico que las naves espaciales", concluyó un temerario Raúl. Y ya solo le faltó añadir que los ovnis -toda aquella parafernalia asustando a nuestros pobres campesinos- eran pura antigualla. La verdad es que, con su mezcla de ironía y realismo de lo imposible, terminó logrando que, a mi regreso de Buenos Aires, no tardara nada en leer Física de lo imposible, donde Kaku anuncia un inmediato futuro con paredes inteligentes a las que formular preguntas, lentillas con realidad aumentada, chips a un céntimo insertados en todo tipo de objetos, ordenadores controlados por la mente. Kaku lo ve todo factible, aunque sea para dentro de un millón de años. Pero sus zumbidos de euforia tecnológica le hacen caer -gran paradoja- del lado del viejo mundo de las fábulas, en el universo idílico de la lámpara de Aladino. Y ya se sabe que, desde que se supo de su existencia, la lámpara no ha cesado de evidenciar lo poco preparada que anda la humanidad a la hora de administrar con inteligencia el poder de las energías extraordinarias que ella ofrece. Es lo que Ernst Jünger definió como "el problema de Aladino". Al igual que en el cuento de la lámpara, el problema está en nosotros mismos, incapaces de ir hacia un mundo verdaderamente libre, por mucho que la luz de la fábula -ahora tecnológica- proyecte maravillas. Kaku decide ignorar que existe ese problema y describe un ridículo porvenir perfecto, sin la traba del factor humano que tanto lo enredaría todo. Dibuja un futuro sin los defectos morales y demás averías humanas que frustraron a las sucesivas generaciones de realistas que pidieron lo imposible y que, como Raúl, autoridad todavía en la que fuera tan tierna materia, se encontraron con el problema y mordieron el polvo, y ahora leen a Kaku incrédulos, el rostro demudado, la ironía a duras penas contenida.
Babelia
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