No disparen contra Obama
El presidente de EE UU ha recibido un fuerte varapalo, pero no es el fin del mundo. Barack Obama está en la misma situación que ya vivieron, a mitad de mandato, Reagan, Clinton y Bush
Así pues, Obama ha perdido.
Como estaba previsto, los electores norteamericanos le han infligido un voto de castigo, aunque no tan drástico como estaba previsto y, sobre todo, no tan drástico como esperaban los iluminados del Tea Party.
Él mismo lo ha reconocido inmediatamente con una simplicidad, una elegancia y un fair play que producen admiración.
Pero la campaña ha terminado.
Y hay un tipo de argumentos que, en lo más duro de la batalla, tal vez formasen parte del juego, pero ahora que esta ha terminado y es hora de volver a los asuntos serios, nos gustaría dejar de escuchar.
Habría que dejar de decir, por ejemplo, que la política económica de Obama ha "creado paro", cuando todos los estudios serios (empezando por el de los prorrepublicanos Mark Zandi y Alan Blinder, de finales de agosto) dicen que ha creado cerca de tres millones de nuevos empleos y que de no ser por ella, la tasa de paro se situaría hoy entre el 11% y el 16%.
A Obama no se le puede reprochar a la vez que vaya demasiado deprisa y que no sea lo bastante rápido
El presidente de EE UU, aunque debilitado, conserva la mayoría en el Senado y el control de la política exterior del país
Habría que dejar de contar que con Obama, y por su culpa, la economía mundial corría hacia la quiebra, cuando lo más probable (François David, Le Figaro, 1 de noviembre) es que, en efecto, haya comenzado a recuperarse gracias al impulso de los "países emergentes", pero con el apoyo -¿por qué no admitirlo?- de una política monetaria estadounidense que era realmente la única posible en un país cuyos consumidores siguen representando por sí solos el 18% del PIB mundial.
En cualquier caso, no se puede responsabilizar a un presidente elegido hace dos años de ese deterioro de Estados Unidos, de esa lenta destrucción de sus infraestructuras, de ese declive de su sistema educativo y su productividad que denuncia Arianna Huffington en su libro (Third World America, Crow), pues todo eso empezó, como dice ella, antes de que Obama entrara en política.
No se le puede reprochar al mismo tiempo que vaya demasiado deprisa y que no sea lo bastante rápido.
Ni que se preocupe demasiado por buscar el consenso, que llegue a demasiados compromisos con sus adversarios y, al mismo tiempo, le guste arrollarlos para imponer su voluntad.
No se le puede compadecer por ese 49% de opiniones favorables en los sondeos, cuando otros -Sarkozy...- tienen un 29%.
Ni por el "desencanto" de sus partidarios cuando, en las últimas horas de la campaña, dos humoristas, Jon Stewart y Stephen Colbert, consiguieron reunir en el Mall a 150.000 manifestantes -todos ellos ardientemente favorables al presidente.
No se puede repetir continuamente que un seísmo amenaza Washington cuando a este presidente le ocurre lo que les ocurrió, a mitad de mandato, a tantos otros presidentes antes que a él: sin remontarnos hasta Eisenhower, Nixon o Johnson, Obama está más o menos en la misma situación que Reagan en 1982, Clinton en 1994 y Bush en 1996, y no es el fin del mundo.
Hay que dejar de murmurar, todavía, que Obama "no ha mantenido sus promesas". ¿Qué promesas, después de todo?
En lo que se refiere al sistema de sanidad, que antes de su reforma condenaba a 46 millones de pobres a la ausencia de atención y, por tanto, a una muerte precoz, ha puesto en marcha la mayor revolución que ha conocido el país desde el movimiento por los derechos civiles: queda, claro está, llevarla a término, es decir, aprobar el presupuesto que requiere; pero en este punto, la pelota está en el tejado de los republicanos, y a ellos les toca decidir si van a comportarse como saboteadores o como políticos responsables.
En Irak ha mantenido su palabra, pues la retirada ya está en marcha y a finales de 2011 no quedará ni un soldado estadounidense en Bagdad ni en Basora.
En Oriente Próximo ha hecho lo contrario de lo que hicieron sus predecesores, que consistía en esperar a los últimos meses del último año de su último mandato para darse por enterados de la existencia del problema y lanzarse a una carrera contrarreloj cuyo principal objetivo era obtener, in extremis, como un trofeo, un vago acuerdo apresurado que, por supuesto, nunca obtenían. Barack Obama se percató de la urgencia y la complejidad de la situación desde el primer año de su primer mandato, lo que tampoco está tan mal.
En el frente más general de lo que Samuel Huntington llamó imprudentemente "guerra de civilizaciones", ha calmado los ánimos, le ha tendido la mano al islam moderado y, unas veces mediante un gran discurso (El Cairo), otras a través de signos sutiles (el asunto de la mezquita de Nueva York), ha limitado los riesgos de una confrontación bloque contra bloque, de la que las democracias -y la democracia- solo podrían salir perdiendo.
Ha cambiado la faz de Estados Unidos.
Ha inventado un tono y una emoción nuevos.
Ha evitado, en su pulso con Wall Street, la trampa de un populismo lamentablemente tan extendido entre los demócratas como entre sus adversarios.
Reaccionó con sangre fría, sin ceder a la tentación de exagerar su papel de "comandante en jefe" en primera línea de la "guerra contra el terror", cuando Al Qaeda irrumpió en los últimos días de campaña dirigiendo dos paquetes bomba a los judíos de Chicago. Una prueba más de un estilo de hacer política bien distinto del de su predecesor.
En una palabra, Barack Obama, ha "decepcionado" en algunas cosas (Guantánamo, Irán...), pero no ha "faltado" a sus promesas.
Y solo pueden hablar de "fracaso" aquellos que, confundiendo la política con la magia, lamentan que no haya metamorfoseado su país y el mundo en un abrir y cerrar de ojos.
Por mi parte, estoy más convencido que nunca de que su aparición, su elección y sus iniciativas son algunas de las mejores cosas que han sucedido en estos tiempos de tinieblas que -en todas partes y cada vez más a menudo- son los nuestros.
Y respecto a este presidente debilitado, pero que conserva la mayoría en el Senado y el control de la política exterior del país, apostaría a que todavía no ha acabado de sorprendernos: y eso incluye, dentro de dos años, una brillante revancha sobre aquellos que, en el fondo, nunca han conseguido digerir la idea de que un negro ocupe la Casa Blanca.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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