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Columna
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La panacea

Los adversarios le tachan de indolente o vago, pero son infundios, viles calumnias. En realidad, don Mariano Rajoy no se da punto de reposo en la búsqueda de remedios tan imaginativos como eficaces a los males patrios, en particular a los onerosos efectos de la crisis económica global. Y, por fin, tras meses de estrujarse las meninges -las suyas propias y las de una legión de asesores-, la pasada semana el líder del PP y de la oposición hizo pública la fórmula mágica, la panacea que nos sacará del hoyo y nos lanzará de cabeza a una recuperación fulgurante: es preciso corregir "las patologías derivadas de un uso inadecuado del Estado de las autonomías", cuya "fragmentación normativa obliga a una revisión profunda del marco institucional". "Es imprescindible que afrontemos una actualización de nuestro Estado de las autonomías, que aproveche sus bondades, pero que, al mismo tiempo, lo haga viable y sostenible".

La pulsión recentralizadora subyace siempre y emerge apenas tiene un clima propicio o una coartada

Si estuviésemos en otras latitudes geográfico-políticas, cabría interpretar las palabras de Rajoy como un propósito ideológicamente neutro de racionalización y simplificación administrativas, guiado solo por objetivos de ahorro y eficacia. Pero no cabe llamarse a engaño: el Partido Popular no tiene, si alcanza el Gobierno, intención alguna de suprimir las diputaciones provinciales, ni de recortar la Administración periférica del Estado, ni de amortizar o convertir en secretarías de Estado ministerios hoy casi sin atribuciones, como Cultura, o Sanidad, o Educación. Lo que el líder conservador propone es sólo minimizar (en competencias y en presupuestos, se entiende) el papel de las comunidades autónomas. Lo cual, en su persona, es un rasgo de coherencia: ¿acaso no fue Rajoy quien, en diciembre de 2005, declaró en Barcelona que la Generalitat debía servir "para hacer carreteras y poco más"? Resulta lógico, pues, que todas las restantes facultades autonómicas le parezcan superfluas, redundantes o perturbadoras.

¿En razón de la crisis? Allá por 2001, o 2002, o 2003, España no sufría crisis alguna. Al contrario: según se encargan de recordarnos constantemente desde la FAES, todos los indicadores de crecimiento económico estaban que se salían. Y, sin embargo, el entonces presidente, José María Aznar, fijó como objetivos estratégicos de su mayoría absoluta dar cerrojazo al proceso autonómico, refortalecer la Administración central y potenciar por todos los medios las fuerzas unitaristas y centrípetas. Suyas son la advertencia de que "aspiraciones autonómicas excesivas pueden echar abajo todo el edificio" y el aviso-amenaza según el cual "el Estado no puede convertirse en un residuo de desechos". Suya es la voluntad explícita de liquidar el concepto de "competencia exclusiva" aplicado a las comunidades autónomas, mientras que alguno de sus palmeros intelectuales denunciaba "el exorbitante artificio de las 17 autonomías".

No nos engañemos ni nos dejemos engañar. Haya crisis o haya bonanza, la cuestión es que el grueso del establishment español (véase lo último del futuro magistrado Francisco Pérez de los Cobos) no ha digerido ni acepta que, dentro del Estado, existan instancias de poder político distintas de la Administración central, menos aún que algunas de ellas exhiban ínfulas nacionales y ejerzan sus competencias en un sentido no uniformista, ya sea en materia de espectáculos taurinos, de enseñanza o de horarios comerciales. Cuando el Estado autonómico se hallaba aún en mantillas, en 1982, ese establishment ya trató de castrarlo mediante una LOAPA cuya falta de juridicidad la invalidó. Desde entonces, la pulsión recentralizadora subyace siempre, y emerge apenas encuentra un clima propicio (la reforma estatutaria catalana) o una coartada (ahora, la lucha contra la crisis).

Emerge, además, de un modo ideológicamente transversal, lo mismo a la derecha que a la izquierda del arco parlamentario. Si descontamos las coyunturas tácticas, la diferencia mayor es que, mientras el PSOE disimula y tergiversa, el PP se pavonea de ello y lo convierte en banderín de enganche.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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