_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los difuntos

Algunos científicos futuristas consideran que en fechas no muy lejanas nuestros cerebros podrán ser escaneados y reinstalados en un computer, sin que el tránsito sea especialmente traumático, no más que muchas de las variaciones que experimentamos en nuestra vida, y que allí seguirán funcionando con la misma ilusión de identidad personal que tenían en nuestros cuerpos. Instalados en un robot, seríamos inmortales, con lo que habríamos satisfecho una de las viejas aspiraciones humanas. Tengo mis dudas, sin embargo, de que mi cerebro pueda tener sentido alguno de identidad personal desgajado de su soporte biológico, de ese cuerpo fuente y soporte de impresiones, sensaciones, emociones, complejos, éxtasis y decaimientos, sea cual sea la memoria, sin duda fantasmal, que mi cerebro-en-robot guarde de su anterior soporte natural. Aunque es cierto que ese Yo trasplantado seguiré siendo Yo, sea igualmente cual sea la idea de mí mismo que vaya desarrollando. Hasta ahí el futuro, en cuya perspectiva no muy lejana otros ven posible incluso una inmortalidad menos mecánica, en la medida en que serán nuestros cuerpos biológicos los que irán robotizándose, convirtiéndose en máquinas inmortales a base de prótesis, trasplantes, regeneración de órganos y otras maravillas.

Seremos, pues, inmortales en un futuro próximo. Y es penoso saberse mortal cuando se está tan cerca del fin de nuestros desvelos. Achatarrado o no, me transporto a ese mundo inminente de inmortales y, no sé si por las fechas en que nos hallamos, me asalta como inmortal una honda melancolía en lugar del júbilo que debiera asistirme. Pienso en mis muertos, y en los muertos de mis muertos, hasta remontarme al más remoto de nuestros antecesores, y percibo en ellos un silencio abismal que no apreciaba cuando yo mismo era mortal. Sólo resta de ellos una estela de polvo, el mismo polvo que uno podía presumir que nos correspondía a todos como destino, ese polvo común que los unía a nosotros y que los hacía vivir en tanto que nosotros viviéramos. Pero ese destino suyo ya no es el nuestro, y eso los aleja definitivamente. ¿Somos ya otra especie y ellos han sido apartados de la historia, abandonados a su silencio oscuro?

Me digo que también ellos se sabían inmortales, o al menos eternos, y que pensaban durar con sus cuerpos transfigurados, esos que vemos ascender, como cuerpos gloriosos, en el fresco de Miguel Ángel. Y desde mi inmortalidad escaneada o protésica me pregunto si no habrán realizado su tránsito, si no habrán despertado de sus almohadas de polvo que decía George Herbert y habitarán un universo paralelo, que a nosotros nos habrá sido ya definitivamente negado. O si lo que aún vive en su reposo de polvo es el deseo, el deseo de durar que revive en nosotros como herencia cuando los recordamos. Que al menos ese deseo, ese que nos ha hecho inmortales -su trabajado empeño-, merezca nuestro homenaje y nos haga partícipes de su estirpe.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_