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Columna
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Maquiavelo para mujeres

"¡Sí, la mujer puede!", exclamó Dilma Rousseff, emulando a Obama, nada más ganar las elecciones brasileñas. Y añadió: "Quiero que los padres y las madres miren hoy a sus hijas y les digan que una mujer puede ser presidenta de Brasil". Hemos de suponer que Rousseff impulsará al menos la cuota del 30% de parlamentarias, algo que está muy lejos de cumplirse en su país, donde sólo hay un 8,8% de escaños ocupados por mujeres. A nivel mundial, la cosa va mejorando, sí, pero piano piano: en 1995, de los parlamentarios en el mundo, el 11,3% eran mujeres; en 2010, lo son el 18,8%. Con Rousseff, actualmente son 17 los países -de los 192 Estados reconocidos por la ONU- que cuentan con una presidenta o primera ministra.

¿Cómo cambiaría el mundo si las mujeres mandasen? En las últimas décadas, ésta ha sido una pregunta recurrente y las expectativas que han despertado las mujeres en el poder se han visto a menudo frustradas, precisamente porque algunos sectores esperaban algo diferente de ellas. Para "disculpar" a aquellas que han sido muy conservadoras o poco reformistas en lo social, se ha dicho que carecen de un lenguaje propio para ejercer el poder. Es decir, que han tenido que salir adelante emulando los modelos masculinos, las mismas estrategias despiadadas que ellos utilizan para mantenerse en la cumbre.

Se ha subrayado que todos los grandes modelos históricos de ejercicio del poder son masculinos: no existe una Iliada femenina, ni un equivalente femenino de El Príncipe. Hace ya bastantes años, alguien me regaló un libro curioso, Maquiavelo para mujeres (escrito por Harriet Rubin), una especie de tomo de autoayuda para "Princesas" (hasta la misma palabra suena a pastel, vestidos rosas y mente apolítica). Como todos los libros de ese tenor, no hablaba de lo difícil que es superar el "techo de cristal", de las inercias patriarcales que relegan a las mujeres a un puesto subordinado, etcétera, sino de cómo mentalizarse para alcanzar ese poder: cómo interiorizar que estamos hechas para ello, que podemos, que tenemos "derecho a triunfar". Sin sentirnos culpables por desatender otros aspectos familiares, o por "ensuciarnos las manos" al aceptar la guerra, los conflictos y los enfrentamientos de la arena política. Eso sí, al contrario que Maquiavelo, proveedor de todo tipo de astucias, engaños y malicias a mayor gloria del gobernante, Rubin aconseja mostrar la propia vulnerabilidad sin miedo, sin pensar que ello disminuye en lo más mínimo nuestro poder.

Los frenos psicológicos y sociales para que las mujeres alcancen puestos de mando son, en efecto, todavía enormes. Pero hay una cosa cierta con independencia de las políticas concretas que lleven a cabo esas 17 presidentas: que su ejemplo y su exposición pública amplían el espacio mental de posibilidades de todas las mujeres del mundo.

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